Revista Arquitectura

Ante la muerte de Frank Gehry

Por Arquitectamos

El famoso arquitecto canadiense Frank Gehry ha muerto el viernes pasado a los noventa y seis años, y lo primero que he pensado ha sido: "¡Noventa y seis años!, ¡y en un estado aceptable de salud y de actividad hasta hace nada! ¡Quién pudiera! ¡Firmo por eso!" Y ya. Nada más que decir.

Pero unos amigos me han pedido mi opinión y a ver qué digo. He releído cosas que he escrito en este blog sobre Gehry y me he quedado igual: a ver qué digo. Y he pensado que, ante la muerte de Frank Gehry no me sale tanto hablar de Frank Gehry como de la muerte.

Ante la muerte de Frank Gehry o ante todas las muertes. O también ante la arquitectura y la muerte. O ante la muerte de la arquitectura.

Ante la muerte de Frank GehryCementerio judío de Praga

Un recuerdo rápido: Mi visita a Praga. Cuánto me impresionó el cementerio judío. Y horas después pasamos al lado de "la cosa esa de Gehry" y puaf, qué brusco cambio de sensación. Después de haber sentido la tragedia, la trascendencia, la esencia humana, estar ahí, ante ese chiste sin gracia, ante esa frivolidad estúpida, sin espesor, sin carga emocional alguna, pero también sin un mero buen oficio, sin una mera corrección profesional. Un adefesio:

Ante la muerte de Frank GehryY que conste que creo que uso la palabra con toda propiedad. En las dos acepciones.Ante la muerte de Frank GehryNo hay por dónde coger eso desde ningún punto de vista arquitectónicoAnte la muerte de Frank Gehry

Mi demostración personal, para autojustificarme, es que no hice una sola foto del engendro, ni consentí que me la hicieran en su proximidad, mientras que tengo docenas del cementerio judío. Esto lo acabo de escribir como buscando una especie de prueba de que una cosa es una mera boutade, una chorrada, un mero afán de epatar, y lo otro es un "verdadero lugar". Pero en realidad lo que me demuestro a mí mismo es que soy imbécil.

Miles de personas visitamos el cementerio judío de Praga con el corazón agarrotado por la angustia. Pagamos una entrada, vemos el museo de "cosas judías" con impaciencia, deseando que esa obligada visita de vasos, pañuelos y candelabros se termine de una vez para que nos dejen sumergirnos en el mar de tumbas amontonadas y torturadas, retozar en la tragedia y poder exclamar: "¡qué pena!", "¡qué barbaridad!" Y disfrutamos un montón siendo turistas de la angustia y sintiendo en nuestro corazoncito mercenario todo tipo de emociones reconfortantes, bondadosas, cariñosas y tiernas. Somos muy felices siendo estafados con la argucia del sentimentalismo falsificado. Y a la salida buscamos un imán de nevera en el que salgan un puñado de lápidas (que, por cierto, no encontramos).

Sin embargo, esa misma tarde arrugamos la nariz, muy altivos, ante la "casa danzante": un disparate constructivo, una chapuza de ventanas saledizas con dieciochomil parches abollados y centenares de kilos de silicona, unos pasillos llenos de rincones, puertas descolocadas y ángulos muertos, una estructura carísima por innecesaria e ilógica, una locura arquitectónica impresentable... pero que sí tiene imán de nevera.

Ante la muerte de Frank Gehry

Porque es, antes que todo, un imán de nevera. Porque el arquitecto diseñó un edificio de oficinas verdaderamente bien pensado para este mundo de frivolidad y apariencia, un edificio en el que cualquiera querría tener su oficina, un edificio del que puedes presumir, y cuya silueta puedes poner en tus tarjetas de visita y en tus folios de empresa. Un edificio que te hace sentir satisfecho y orgulloso cuando le pides a un cliente que venga a visitarte. Un edificio que es la antiarquitectura, el fracaso y la muerte del noble arte de Vitruvio, pero que cumple otro cometido que importa mucho más: vamos, que es el único que importa.

Todo Gehry es casa danzante, Guggenheim o Disney, y eso es justamente lo que han querido sus clientes, que están encantados de haberse gastado cada euro, dólar, corona, peso o la divisa que sea.

Ante la muerte de Frank GehryUn Gehry siempre merece la pena en este mundo simpsoniano

El joven arquitecto y su esposa se compraron una anodina casa en Santa Mónica y él sintió que era incapaz de vivir en ella a no ser que le metiera mano. Y se puso a hacer el bruto añadiendo un plano inclinado acristalado aquí, unas mallas como de gallinero allá, un quiebro por este sitio... y esa reforma atrevida y nacida de lo más hondo de la mente y de la más perentoria necesidad se dio a conocer y acabó haciéndose famosa. Y entonces el arquitecto encontró una fórmula en ello, y, como todas las fórmulas, obra a obra, proyecto a proyecto, la idea germinal se fue convirtiendo en tic y en mamarrachada, y él supo que hacer el mamarracho tenía premio y lo cobró, porque supo hacer feliz a cualquiera que se lo pidiera.

Ante la muerte de Frank GehryAsí a los Simpsons como a Maduro

Y quien hace feliz a los demás tiene asegurado un lugar en este alocado mundo y un sillón de orejas en el paraíso.


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