Revista Cultura y Ocio
Tuitea Rafael Reig que a partir de cierta edad uno no sabe el pasado que le espera. A K. le intriga qué podrá encontrar en lo que hizo, en todos esos años que ya no existen, en si vendrán y le cobrarán factura. Los años no perdonan. Parece una letra de bolero o de tango, que en ciertos aspectos comparten un dramatismo, un sentir del alma. Es curioso que ni siquiera el día de ayer nos pertenezca. El mío fue extraordinariamente irrelevante. No hubo nada que más tarde pueda recordar. Fue uno día entre los demás días, uno sin el esplendor de algunos, pero son esos los que de verdad trascienden, los que se arriman al grumo fundamental de la existencia y conforman un bloque sólido y estable. A cierta edad queremos solidez y estabilidad, dice K. Yo a K. le respeto y le escucho, pero se está haciendo viejo muy rápido, no tiene los recursos de antes, las ganas de antes, el pronto resolutivo con el que antes nos entretenía y fascinaba. Lo único que hizo al día de ayer diferente a otros, al sábado pasado o al anterior, fue que recuperé el amor al cine negro. He sido infiel mucho tiempo, le he dado la espalda, he petardeado en otros géneros de menor fuste. En verano, no hay excusa, se deja uno llevar por cierto cine comercial, con muertos, con robos, con trucos a la vista y aceptados, qué se le va a hacer. De ahí que el de ayer fuese el día del reencuentro con Edward G. Robinson. Reig lo dice muy bien: uno no sabe el pasado que le espera. El futuro es inasequible, no existe, no tenemos ninguna certeza, ninguna fiable, de que sea nuestro, tan sólo es una promesa, una previsión cartesiana y limpia, esperanzada. El futuro es la fe del descreído.