Bueno, mejor todavía si antes de juzgar sus contextos te juzgas a ti mismo, como nos recordaba Félix Castillo en sus explicaciones de por qué el comportamiento no se puede cambiar y la metáfora de los tres dedos que apuntan hacia ti cuando señalas a alguien.
Pero pongamos que ya eres consciente de que al primero a quien deberías apuntar es a ti mismo, asumiendo que tampoco eres perfecto, y aún así sigues empecinado en juzgar a alguien.
En tal caso hazle un favor a esa persona y hazte un favor a ti mismo; no la juzgues y juzga sus contextos. Tal vez así comprendas por qué actúa de esa manera, su manera.
Primero juzga su contexto evolutivo, seguramente bastante semejante al tuyo –por no decir calcado–, heredado genéticamente. Por más que el supuesto poder de la razón y la voluntad se hayan puesto de moda y parezcan ser la línea evolutiva a seguir –yo también apuesto por el desarrollo de la conciencia–, gran parte de nuestras respuestas inconscientes a los estímulos que recibimos del entorno, sobre todo en lo que se refiere a lo social y la convivencia con nuestros semejantes, son reacciones impulsivas y automáticas que tienen origen hace decenas de milenios y que hemos heredado ya mapeadas en nuestro cerebro. Como explica Pablo Herreros en su libro Yo, mono, aún hoy nos comportamos socialmente de una forma muy parecida a como lo hacen el resto de grandes primates, o sea, igual que hace millones de años lo haría nuestro antepasado común, especialmente cuando se afrontan episodios vitales con una gran carga emocional, donde la razón poco tiene que decir. ¿Se puede forzar una huella evolutiva tan honda?
Forzar no lo creo, aunque modular sí, y para eso está la cultura, el siguiente contexto a tener en cuenta, las influencias, creencias y aprendizajes que hemos adquirido en vida, sobre todo a través de la familia y la educación infantil y primaria, y después en los medios de comunicación y otras influencias directas como las amistades más cercanas. El ambiente familiar, la interacción social durante la infancia, el acceso a información y educación, las costumbres socioculturales de la comunidad a la que se pertenece, etc., ejercen un papel primordial en lo que terminará siendo el carácter de esa persona y, consecuentemente, en su conducta.
A estas alturas ya deberías comprender que lo que hace la persona a la que estás juzgando probablemente no es algo tan “suyo”, sino algo heredado y aprendido, vaya.
Pero, por si aún te quedan ganas de seguir con tu juicio, tal vez podrías tratar de comprender el último nivel de contexto, su entorno presente, es decir, lo que le puede estar ocurriendo a esa persona justo ahora en su casa, en su trabajo, con sus seres queridos, algo que seguramente desconozcas, sin olvidar su propia realidad social y su tendencia tribal, el inconsciente colectivo, y, además, teniendo en cuenta que esa realidad sólo debería comprenderse no a través de tus ojos, sino de los suyos, que ven lo que ven condicionados directamente por los tres contextos.
Esto se ha complicado un poco… O tal vez no tanto.
Qué va. Es más fácil.
Porque en el fondo, aunque choque de frente con nuestra cultura del culto a la razón, el pensamiento y las normas, sobre todo cuando es nuestro ego el que nos habla, seguramente todo es tan sencillo como comprender que todos y cada uno de nosotros sin excepción actuamos y vivimos la mayor parte del tiempo en piloto automático, inconscientemente, y que, volviendo a referenciar la entrevista con Félix, el comportamiento de una persona no es más que una adaptación a esos contextos, sobre todo los internos –genes y creencias.
En mi opinión, por lo que sé y por lo que veo, en mayor o menor medida pero de forma muy parecida, todos somos esclavos de nuestro inconsciente, infinito e inaccesible desde una perspectiva racional, al tiempo que víctimas de las ilusiones de seguridad, control, voluntad, libertad y verdad absoluta que nuestro egodiscurso intelectual vomita día tras día.
En fin… ¿Todavía nos quedan ganas de seguir juzgando? A mí, desde luego, ningunas.