Antes de la odiosa cultura del moderneo
¡STOP!
Paremos un momento. Descansemos de nuestras ajetreadas vidas y dediquemos unos minutos a pensar. Quizá ese sea el problema, que ya no acostumbramos a frenar en seco y preguntarnos cosas que antes sí.
Yo vengo de una generación poco anterior al despegue de los teléfonos móviles y a esta era digital. Nací el último año que cerraba la maravillosa época de los 80´s y crecí en esa época del exceso que fue la década posterior. Recuerdo muchas cosas de mi infancia, como los helados de Frigo, que eran mis favoritos, en especial uno con forma de queso llamado "Chis!", o el Boomy, que eran tres frutas clavadas en un palo y que se comía en horizontal, toda una revolución en la época. También recuerdo cosas horrorosas como unos Fritos que venían con una bolsa de salsa barbacoa para echarla en el interior o las cantimploras Zumrok, de las que rascabas una zona en la etiqueta y te podía tocar otra y que esta bebida hiperazucarada no era otra cosa que líquido de flash sin congelar. Aún con todo, disfrutábamos en los parques, de esos oxidados y con los bordes metálicos rotos con salientes mortales. Era una época bonita, no porque fuéramos niños, que también, sino porque la preocupación no iba más allá de llegar a casa y ver una película que pusieran en la televisión o el Grand Prix del Verano, si era lo que tocaba. Tenías a tus amigos y estaban allí, en sus casas, igual que tú y sabías que los verías al día siguiente porque habíais quedado en un sitio a una hora determinada, ya está.
Como digo, pertenezco a la generación Millennial, o Generación Perdida, lo cual, como nombre, es una puta mierda, aunque David Fincher hiciera una película con ese título, (sólo Perdida, para los que os estuviera quemando la mano). Como decía, es un nombre bastante jodido, ya que no inspira demasiado al optimismo. Y lo peor de todo, es que, en cierto modo, lo somos; estamos un poco perdidos. Y es extraño, porque como yo, muchos pagábamos esos helados y guarrerías con pesetas, nos regíamos por la parrilla televisiva, que, sin ser ninguna maravilla, estaba a años luz de lo que tenemos actualmente, 5 canales en mi caso, 6 si eras privilegiado con tener Canal +, (no pienso hacer el chiste del porno codificado). Era lo que había, días lectivos: Médico de familia, Compañeros y alguna más y los fines de semana: El club Disney y, en Telemadrid: Cibercelia y Rocko Alicates en Cyberclub. Y hasta la semana que viene. Éramos conscientes de ello y lo acatábamos sin más. Encendías tu Super Nintendo y jugabas, leías o bajabas al parque a jugar al fútbol o ver quién hacía más el gilipollas con tus amigos.
Pero de pronto, todo se torció.
Llegó Internet, ese desconocido invisible. Yo tenía un vecino, (espero que siga vivo), que era unos de esos freaks de la tecnología, bastante casero y solitario, pese a tener una familia fantástica, aunque más o menos igual de raros que él. Lo conocí porque su hijo, un año mayor que yo, era mi vecino de en frente, con el que jugaba y me pasaba las horas discutiendo sobre qué Power Ranger molaba más, o si era mejor el Dragón Rojo o el Tigre Blanco del Megazord. Pero su padre, que es en quien me quiero centrar, fue uno de esos pioneros en tener un ordenador decente y en contratar un servicio de Internet, una cosa que yo, directamente, ni entendía qué era ni me importaba lo más mínimo. Tiempo después, supe que empezó a adoptar comportamientos extraños, como levantarse a horas intempestivas para conectarse a la red, ya que por lo visto era más barato. Jugaba al póker y navegaba por webs de a saber qué, buscando información y posiblemente cruzándose con otros internautas buscando quizá respuestas a algo demasiado grande como para que pudiéramos entender los simples mortales no navegantes de la época. También llegó a mis oídos que empezó a pasar demasiado tiempo enganchado, algo rollo Joaquin Phoenix en Her. Yo me lo cruzaba a veces en el rellano y lucía unas prominentes ojeras que no había visto antes. De pronto, comenzó a hacer vida en un rincón de la terraza, donde se encontraba aquel equipo y, donde un día, mi amigo y yo, aprovechando una salida a la calle de éste, entramos a hurtadillas en la web de El Club Nintendo, que era algo que a mí llevaba tiempo intrigándome cuando recibía aquellos VHS con promociones de la marca japonesa. Lo cierto es que me decepcionó bastante, pero la adrenalina que sentimos, hizo que valiera la pena. Nos sentimos como John Travolta y Hugh Jackman en Operación Swordfish.
Yo me sentía así.
Internet no es un mal, todo lo contrario, pero sí que es cierto que abrió una puerta que es imposible cerrar y por la cual entraron cosas muy buenas, pero también el fin de la paciencia y poco a poco, la destrucción de las relaciones humanas.Tampoco quiero exagerar, pero sí que se nota cada vez más que estamos pasando a un periodo de la existencia que se basa en intercomunicarnos con otras personas a través de una pantalla. Empezó con el MSN Messenger, del que tengo muchos buenos recuerdos, pero siempre se limitaba a tu ordenador, tu casa y el rato que pasaras allí. Tenías una libertad lejos de ahí y no estabas siempre disponible, la gente lo entendía y punto. Aquí estoy, dispuesto a hablar. Me largo, hasta otra. Simple.
Pero como todo en esta revolución tecnológica, evoluciona y los teléfonos móviles, que permitían envío de SMS, fueron adoptando cada vez más roles comunicativos diferentes a una simple llamada, y cuando no estabas, no estabas tampoco, pero llegaba, allí donde fueras, aquello llegaba, lo que pasa que aún tenías un amplio margen para contestar si te daba la gana, no había esa presión. Luego llegaron cosas absurdas que jamás pude entender, como los "toques". Tú dabas un toque a alguien para... no sé, algunas lenguas contaban que servía para que se acordasen de ti, para hacer ver a otra persona que le gustabas, igual una evolución del código morse o cualquier majadería que se te pudiera ocurrir. Aquella práctica no era más que dar un tono de llamada sin opción a que pudiera cogerlo el receptor, así de sencillo. Hubo unos pocos elegidos que desarrollaban unas técnicas tipo ninja con las que al dar un toque; colgaban en un momento tan preciso, que no llegaba a sonar el tono de llamada, o era apenas imperceptible al oído humano. Éstos eran venerados como semidioses por aquella habilidad, y presumían de ello. En ocasiones, también, veías a estos... llamémosles: "Toquers", gritar algo así como: "qué cabrón, me lo ha cogido. ¡Ahora me quedo sin saldo!". Porque pese a no ser conscientes de ello, el trolleo cibernético estaba dando sus primeros pasos. La contrapartida de aquellos maestros del toque, tenía su reverso tenebroso, ya que existía otra élite dedicaba exclusivamente a tener el móvil en la mano durante horas, para que cuando sonara, cogerlo y restarle dinero de saldo al toquer. En aquellos tiempos el saldo era un bien escaso, ya que no se disponía de ingresos y había que conservar esos pocos euros o céntimos de euro lo máximo posible. Para que os hagáis una idea, la batería muchas veces duraba más que el saldo. Estoy convencido de que en esos tiempos en la Deep Web no se compraban cosas chungas con Bitcoins, era con tarjetas recarga de saldo. Los estancos adquirieron un poder enorme, ya que la gente acudía cada vez más. Tabaco, abono transporte y saldo. Los años fuertes de la heroína desaparecieron, pero llegaron los tiempos del saldo en el móvil, miles de yonkis en las esquinas rascando esa franja con un código para recargar sus teléfonos para dar toques y enviar SMS con emoticonos de pollas, que por cierto, fueron la antesala de los Power Points "humorísticos" por e-mail que tanto gustaba a los padres.
No confundir los Toquers con Toquero, exjugador del Athletic Club
Poco se hablaba de lo gilipollas que no estábamos volviendo, cada día más. Todo evolucionaba para mal, nos daban herramientas con las que ser más estúpidos y que abrazábamos con asombro y emoción, como si una mano divina nos entregase el Santo Grial, o como cuando le compras un mueble nuevo a Los Sims y comienzan a saltar a venerarlo. Messenger, como contaba anteriormente, fue una de esas herramientas que estaban bien, chateabas, intentabas ligar y tenías cuentas agregadas de gente de tu clase con la que no tenías relación en la vida real y tampoco virtual, pero ahí estaba, la típica que dejabas en un subgrupo en la parte baja, que era algo así como el cubo de la basura de gente con quien no querías tener relación y tuviste que añadir a la lista por simple compromiso. Ahí es donde empezaste a comprender la verdadera y auténtica hipocresía humana, pero tampoco molestaban y si lo hacían, era tan simple como ignorarlos o ponerte en: No disponible. Tiempo después, cuando pensábamos que no podían las manos de MSN traernos más, lo hicieron los freaks, ajenos a la empresa y que mejoraron muchas cosas no oficialmente, como el Messenger Plus, aquella herramienta en la que, no sólo podías compartir la música que escuchabas en Winamp, descargada del Kazaa junto a treinta virus, sino que añadía la función de dar zumbidos a quien te ignoraba (el que te tenía en la lista de abajo de sus contactos), o incluso poner colores a tu nickname. De esto último no quiero entrar en ese terreno, porque me pone los pelos de punta las cosas que he llegado a ver, e incluso a poner yo mismo. Es un camino que no quiero andar y que no pienso comenzar, ya que es mejor que algunas cosas sigan como están y ya está.
Déjate de términos ni pollas, que quiero decorar mi nickname ya. Siguiente, siguiente y siguiente.
Entre toques, zumbidos, imágenes de perfil y conversaciones de todo tipo, no fuimos conscientes del nuevo mundo que se nos abría a nuestro paso, y llegaron: Comunidades MSN, un extraño y atípico lugar donde podías subir tus pensamientos más profundos, (de un tontolapolla de quince años), tus canciones favoritas y por supuesto, las fotos con los colegas. Éstas principalmente eran en los primeros botellones, con frases del estilo: "Los más malos del lugar", "Vaya pedo con mis hermanos" o la no menos socorrida, "Por muchos años que pasen, los amigos siempre permanecen". Personalmente no sé ni dónde está la mitad de los gilipollas que me acompañaban en aquellas fotos y, de muchos de ellos, no me acuerdo casi de su nombre.
Y un día, de pronto: MySpace, Tuenti y Facebook.
Yo era muy fan de Tuenti, aunque tengo que reconocer que al principio me mostré reacio a crearme una cuenta. Esto era un paso intermedio entre Comunidades MSN y Facebook, que parecía para gente algo mayor que tú y, a simple vista, más complejo. Tuenti era un sitio sensacional, en el que podías poner las mismas payasadas que en las comunidades, pero con un interface más limpio y bonito. También podías agregar a gente y mandarles mensajes privados, que molaban mucho, pero la verdadera revolución, era el sistema de etiquetado de personas a aquellas fotos horribles. De la noche a la mañana, aparecieron cámaras, sí, sí, cámaras digitales de baja resolución que llevaba la gente. De pronto, al día siguiente, veías esas fotografías en el autobús con otra gente, en un bar o caminando por la calle sin más. Fotografías de las que tú no habías sido consciente en ningún momento de que te las hacían, e incluso hablando de lejos con la chica que te gustaba, como si tus amistades hubieran mutado en unos cutres paparazzis o alcachoferos del corazón. Esas malditas imágenes aparecían en Tuenti horas después, donde el debate estaba servido y tu cabeza era el plato principal. Tú estabas etiquetado y eras consciente en todo momento de lo que se movía allí. Pero claro, qué ibas a decir, si días antes era la cabeza de otro la que estaba rodando y tú capitaneabas el coloquio en modo Tertuliator 2.0.
Todo era armonioso, pero había altibajos de sentido en todo. Un día, la gente tenía móviles con cámaras, éstas eran de una calidad mediocre y de pasar a ver fotos con cámaras digitales a las del móvil, hubo un receso en el adelanto para dar unos pasos atrás. De pronto, todo se veía mal, aunque nos flipase ver en nuestros móviles esas fotos pixeladas y saturadas de color, pero teníamos politonos, lo cual fue algo similar al Renacimiento. La gente descargaba esas mierdas de Movilisto con la canción del verano y de sus bandas sonoras favoritas, por lo que había un amplio abanico de sonidos por la calle. Quizá éramos más impresionables que hoy, porque ahora está de moda no mostrar asombro delante del resto de usuarios de la red, sino hacer ver que ya has visto todo de todo. Es por ello que no existe ese tiempo del que hablaba al principio.
Ya no acudimos al cine a disfrutar como antes, sólo necesitamos nutrirnos de contenido fresco y nuevo, aunque sea de un remake del remake del remake. Las series se consumen de manera masiva, no se disfrutan. Hay ansiedad social con consumir más y más y querer tragar para continuar tragando. El hecho de ver una serie del tirón, elimina por completo el propósito de la misma, ya que no está o no debería estar elaborada para ello. El formato Netflix, por mucho que nos encandile lanzando todo de golpe, en cierto modo está matando el producto. Los spoilers duelen más que un puñetazo directo a la cara y genera una tensión tan absurdamente ridícula que si nos paramos a pensarlo es hasta hilarante. Yo nunca vi Juego de Tronos, ni me he interesado lo más mínimo, pero recuerdo cuando se emitió el último capítulo una noche y, en el transporte público, noté a todo el mundo, tanto los que lo habían visto, (con unas ojeras similares a las del padre de mi vecino), comentándola, mientras los otros que no, haciendo esfuerzos sobrehumanos por no oír nada o increpando a la gente que lo comentaba. De verdad os lo digo, desde mi posición, en este caso neutral, pensaba que nos estábamos volviendo locos. ¿De no estar en dicha ventaja, sería uno de ellos? Posiblemente, sí.
La inmediatez y la espera son conceptos opuestos, pero hace años no teníamos esa necesidad y podíamos esperar pacientemente a que abriera la tienda el lunes, ahora nos vamos directos a Amazon para comprar y comprar, sin tiempo a que podamos pensar por qué lo hacemos y para qué. ¿Realmente lo necesitamos? ¿Qué nos mueve a hacer? ¿Por qué estamos en esta red de consumismo y capitalismo extremo? Nos han hecho tan dependientes de estar necesariamente enganchados a las redes sociales y a herramientas de consumo, así como el acercamiento a jóvenes a las apuestas, que nos están impidiendo ver con claridad que nos alejamos poco a poco de nosotros mismos y poco a poco estamos más metidos en Matrix, sin necesidad de poder coger la pastilla roja.
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