caminando a medianoche por la ciudad
y tras nosotros hay millones como nosotras
y jamás existió un cortejo más callado.
Nos acompañan las campanas fúnebres
y el gemido salvaje que propaga en Moscú
la tormenta de nieve que borra nuestras huellas.
Anna Ajmátova (1889-1966) y Marina Tsvietáieva (1892-1941) fueron dos de las más destacadas poetas rusos del siglo XX. Se profesaron respeto, admiración, algunos dirían que cierta animadversión motivada por celos profesionales. Con amistades comunes y pertenecientes a un mismo círculo literario, el interés recíproco de la una por la otra está más que acreditado. Fueron dos mujeres apasionadas cuyas trayectorias vitales parecieron correr parejas y, sin embargo, qué diferentes ambas vidas, cuán distintas ambas mujeres.
Se cartearon; no demasiado. Marina Tsvietáieva era una apasionada de la correspondencia epistolar. Doy fe de que escribía unas cartas maravillosas. Anna Ajmátova, en cambio, era poco dada a escribir misivas. Con los años, además, la invadió el miedo, ese miedo que se incrustó en cada célula y que habitaba cada rincón cotidiano del que me habló Nadiezhda Mandelstam en Contra toda esperanza; el mismo miedo que a Ajmátova la haría distanciar la correspondencia con su hijo, preso y desterrado víctima del terror estalinista, y que motivaría los reproches de este que tanto dolerían a su madre.
Sería este hijo, Lev Gumiliov, el causante indirecto de la breve correspondencia entre Ajmátova y Tsvietáieva. La hija mayor de esta última, Ariadna Efron -nuestra querida (de Marina y mía) Alia-, por entonces aún una niña, supo que Ajmátova tenía un hijo de su edad y quiso saber de él. Fue así como se inició la comunicación entre las dos poetas. Fue así como ha llegado a mis manos a través del libro que os traigo hoy la desgarradora carta en la que Marina Tsvietáieva le relata a Anna Ajmátova la terrible pérdida de su pequeña hija Irina. Gracias infinitas por esa misiva íntegra. Lo que no sé muy bien es a quién destinarle el tirón de orejas por no respetar el uso tan característico de los guiones del que hacía gala Marina Tsvietáieva.
Las vidas de ambas poetas, tan parejas, parecían líneas paralelas destinadas a no cruzarse nunca. Las vidas de Ajmátova y Tsvietáieva, puros torbellinos, más que líneas rectas fueron trazos sinuosos que cruzaron en ocasiones los mismos puntos pero en diferentes momentos. Fueron dos estrellas fugaces iluminando un oscuro orbe. La una en San Petersburgo, la otra en Moscú; la una en el centro del terror, la otra en la tristeza del exilio; ambas en la ignominia que supone el oprobio.
"Tenía miedo. Todo exilio es una pérdida, una desgracia y una mutilación para el conjunto de la sociedad. Y quienes nos quedamos también sufrimos el desgarro. Decía Lidia que todo aquel que emigra de Rusia no solo se lleva a sí mismo: también se lleva un trozo de nuestro futuro común, abriendo un vacío que cada vez es más difícil de llenar. Se rompen los eslabones de la cadena, se trunca la canción, el relato, la amistad. Entre un eslabón y otro se abre un abismo, un agujero que no se sella con estaño ni se repara con un parche. Pero de esto tampoco podríamos escapar, caso de haber marchado. Ni de las rencillas y pugnas que sin duda se entablan para dirigir el cotarro en el malicioso mundillo de los colegas exiliados y que tú sufriste en carne propia. Yo temía sobre todo la condena a vivir retroactivamente, teniendo como único horizonte el pasado. Y no quería repetir la nostalgia, esa forma edulcorada y blanda de la desesperanza, como tú la defines".
"No, nada importaba que tú estuvieras en Moscú y yo en Petrogrado cuando el miedo y el dolor y la angustia y la muerte nos igualó a todos. Hasta entonces sabíamos que la miel silvestre huele a libertad; a violetas, los labios de una joven; y a manzanas, el amor. Pero entonces aprendimos para siempre que solo la sangre huele a sangre. Y que la historia puede empuñar la más terrible y afilada de las guadañas. En realidad, nuestra generación apenas saboreó la miel: fueron contadas nuestras horas, quedó truncada y rota nuestra obra, y dos guerras crueles abrasaron nuestro breve o largo camino. Fuimos dispersados por la tierra como naipes de una baraja, alejados unos de otros, recluidos en guaridas que se hundían en el subsuelo o desterrados a los más recónditos confines del mundo, borrados tras un muro o arrojados a una fosa, rotos y enloquecidos. Mas ni aun así nos rendimos. Por eso, quienes hemos logrado llegar hasta el final debemos acopiar fuerzas y escribir nuestros recuerdos. Para devolver a la historia a quienes fuisteis devorados por ella.
Y de ese modo haceros regresar, Marina".
Antes de que hubiera necesidad de hacer regresar a Marina Tsvietáieva a través del recuerdo, a través de las palabras, a través de ese "viaje mental en el que" la voz de Ana Rodríguez Fischer, autora de este Antes de que llegue el olvido que os traigo hoy, se transmuta en la de Anna Ajmátova proponiéndose así "evocar y dar vida a nuestros encuentros" (a los encuentros entre Ajmátova y Tsvietáieva) "-a todos los encuentros: logrados o frustrados, adivinados o soñados, reales o irreales-", antes, pues, de que Marina Tsvietáieva se ahorcara el 31 de agosto de 1941 al mediodía, "cuando el sol está en su cénit, cuando la sombra es vencida por el cuerpo y nos fundimos con el mundo. De todas las horas del día, el mediodía es la más carnal, con cuerpos sin sombras y cuerpos que duermen en el puro sueño de la tierra. La hora de tu esencia, Marina. Tú fuiste toda incendio y te abrasaste en múltiples hogueras, sabedora de que solo en el fuego se funde la tristeza", antes, por tanto, de que esa tristeza se fundiera definitivamente en el fuego del último mediodía de Marina Tsvietáieva, se produjo el único encuentro real entre ambas poetas. Fue en Moscú en junio de ese mismo año. Fueron apenas dos tardes. Sabía que para Marina Tsvietáieva dicho encuentro había resultado un tanto decepcionante. Sé ahora que dicho sentimiento pudo estar motivado por determinados versos que Ajmátova le leyó de su Poema sin héroe que estaba escribiendo. Tal vez una elección errónea por parte de Ajmátova teniendo en cuenta el contexto histórico que las cercaba. Quizás una mala interpretación de Tsvietáieva debida precisamente a ese contexto. Aun así, fue un encuentro fraternal.
Creo que no hace falta que a los más asiduos a este blog (o quizás debería decir a los que lleváis años leyéndome) os reitere mi fascinación por Marina Tsvietáieva. Los más recientes u ocasionales tendréis que conformaros con lo que se desprenda de esta reseña (si sentís curiosidad, varias son las entradas que a la poeta rusa le he dedicado en este espacio y vuestra la libertad de pasearos por ellas). En cuanto a Anna Ajmátova, nada de ella he leído y, aun así, cada vez la voy conociendo un poco más. Su nombre me era conocido antes incluso que el de Tsvietáieva. Mi interés por ella podría decirse, sin embargo, que nació alumbrado por la sombra de 'mi' Marina. Tiempo después, me crucé ocasionalmente y sin buscarlo con Ajmátova en las citadas memorias de Nadiezhda Mandelstam debido a su entrañable amistad con los Mandelstam. Más tarde, fui yo la que salí a su encuentro y al de su romance en París con el artista italiano Amadeo Modigliani en el precioso libro de Élisabeth Barillé Un amor al alba. Pero el origen de sentir que Anna Ajmátova me interpela mirándome directamente a los ojos y me habla de tú a tú aunque sea a través de otros está, como digo, en Marina Tsvietáieva. Está -no podía ser de otro modo- en un poema. Está en unas pisadas parejas. En unas huellas en la nieve que el tiempo y la Historia se empeñan en borrar y que yo, en cambio, termino siempre por seguir y sobrepisar.
Los versos con los que arranco esta entrada pertenecen a un poema que Anna Ajmátova escribió tras esas dos tardes pasadas en compañía de Marina Tsvietáieva. Se trata, tal y como se indica en el libro que nos ocupa, de Respuesta tardía o de, según le leí en su día a Benjamín Prado en la biografía sobre Tsvietáieva contenida en su libro Los nombres de Antígona, Réplica tardía. En Antes de que llegue el olvido se hace referencia a él pero no se reproduce. Los versos que cito de dicho poema los he extraído de la primera entrada que escribí para el proyecto Adopta una autora y pertenecen a la versión que Benjamín Prado ofrece del mismo en su mencionado libro.
Cuando me enteré en septiembre del año pasado de que el Premio de Novela Café Gijón 2023 le había sido concedido a una por aquel entonces desconocida para mí (a pesar de su origen asturiano) Ana Rodríguez Fischer por una novela escrita a modo de larga carta de Anna Ajmátova a Marina Tsvietáieva supe que, irremediablemente, estaba destinada a leerla. Sabía también que mi entusiasmo podía ser un arma de doble filo, pues, devota como soy de Tsvietáieva, podría la de este libro ser una lectura con la que tuviera mucha sintonía o todo lo contrario. Pues bien, he de decir que Rodríguez Fischer ha salido airosa de tan ardua prueba. Desconozco cómo Ajmátova y Tsvietáieva llegaron a ella, si de manera conjunta o independiente, si una por la otra o la otra por la una. Sospecho que los caminos que ambas poetas han seguido para llegar a la autora han sido inversos a los trazados para llegar a mí, pero tal vez esa impresión se debe a que la asturiana escribe desde la perspectiva de Ajmátova, a que es con ella con la que se funde y a que, por mucho que intente en su libro equilibrar las trayectorias vitales de ambas poetas desde esa infancia que fue "más bella que un cuento [...]: dos niñas que adoraban a Pushkin. Eso fuimos tú y yo, Marina. A veces, muy felices; otras, profundamente desgraciadas. Tuvimos libertad y soledad, pero también sufrimos órdenes y prohibiciones. Vivimos envueltas en las sombras que apagaban nuestras casas y teñían de tristeza y de dolor las alegrías y los juegos. Aun así, pudimos reír y soñar", por mucho que se alternen los esbozos biográficos de ambas poetas, necesaria y comprensiblemente es el de Anna Ajmátova, por constituir ese personaje la voz narrativa de esta novela, el que tiene más peso. Me alegro de que así sea. No creo que hubiera disfrutado tanto de esta novela de ser Tsvietáieva el personaje narrador. Me hubiera chirriado, pues Tsvietáieva es única; nadie se le parece. Además, a Ajmátova, como he dicho, no la he leído (desconozco si hay algo suyo que no sea poesía que se pueda leer) y, así, me he olvidado de Ana Rodríguez Fischer durante toda la lectura y solo he escuchado y sentido la voz de Anna Ajmátova.
Es esa voz ficticia una voz que cautiva y que fluye de principio a fin en una narración sólida y evocadora. La autora es una buena conocedora tanto de los personajes que habitan su novela como del contexto histórico y cultural que vivieron. Lo afirmo porque he leído mucho a Marina Tsvietáieva y leer a Marina Tsvietáieva es leer de Marina Tsvietáieva con todo lo que de intimismo e historicidad ello implica. Además, mi Marina y la Marina de Rodríguez Fischer es la misma. Podría ser similar pero con alguna discrepancia, pues la lectura aporta un conocimiento y convencimiento subjetivos. Sin embargo, reconozco a la Marina de este libro cada vez que se la menciona. Puedo decir de qué libro de los que he leído ha sacado la autora la información que nos da. Recuerdo citas, fragmentos y pasajes leídos de Tsvietáieva, cuando, sin embargo, Rodríguez Fisher no necesita recurrir a ellos para relatarnos un episodio o un sentimiento y sumergirnos en ellos (y no como yo, que me gusta más una cita literaria que a un tonto un lápiz). Así, son maravillosas, por ejemplo, las páginas en las que la autora relata las penurias sufridas por Tsvietáieva durante la Revolución rusa, sus viajes en tren en busca de sustento, su día a día en la buhardilla con las pequeñas Alia e Irina que me trasladan enseguida a mi lectura de Diarios de la Revolución de 1917. E igual de maravilloso me parece el relato de cómo Anna Ajmátova hacía cola junto a otras mujeres para ver a sus hijos detenidos y de cuya experiencia nació su poema Réquiem. A ese doloroso episodio de la vida de Ajmátova es la primera vez que asisto. Lo que sabía de ella antes de iniciada esta lectura era más reducido y parcial, pero, aun así, no hay nada en la Anna de la autora que haga tambalearse a mi Anna imaginada y, además, es mucho más lo que ahora sé de ella.
Tampoco faltan en esta novela referencias a otros poetas y escritores rusos que vivieron las mismas negras páginas de la historia que Ajmátova y Tsvietáieva, el mismo horror de ese "Siglo mío, bestia mía" al que imploró Ossip Mandelstam en un poema, el cual bromeaba con Ajmátova sin disimular la ironía preguntando retóricamente: "¿De qué nos quejamos? [...], en ningún lugar del mundo la poesía goza del reconocimiento que tiene en Rusia. Aquí se fusila por ella". Otro que bromeaba era Mijaíl Bulgákov cuando afirmaba que "la estufa se había convertido desde hacía tiempo en nuestra sala de redacción favorita" . Y es que ¡cuántos versos se quemaron para esconderlos de ojos delatores y posibles registros! También me entero por este libro de que Borís Pasternak, tan querido por Marina Tsvietáieva, también fue un gran amigo de Anna Ajmátova.
Ana Rodríguez Fischer presentó su novela a concurso bajo el título Ljuv. Se trata de un vocablo ruso que significa amor. Me gustó el título. Me cautivó su sonoridad (o, más bien, la sonoridad que le imaginaba, pues desconozco cómo sonaría su pronunciación en ruso). Era para mí una palabra luminosa, blanca. Estaba influenciada -me temo y reconozco- por las pisadas conjuntas e imaginadas de Ajmátova y Tsvietáieva en la nieve. Así, pues, cuando supe meses más tarde que Ljuv no sería el título con el que esta novela sería publicada, sentí cierta decepción. Además, Antes de que llegue el olvido, el título elegido, me resultaba anodino. Era para mí un título similar al de tantos otros de novelas insípidas que pronto caen en ese olvido que pronostica su título. Era, en suma, un título en el que no me habría fijado de no ser porque la novela que albergaba ya me había elegido. Sin embargo, una vez que me he ido adentrando en la lectura de este libro y he ido -a pesar de que sé que a mí nunca me llegará el olvido de Marina Tsvietáieva- comprendiendo que no se trata de un título vacío sino repleto de intención me he ido reconciliando con él.
"Le consulté a Joseph Brodsky lo que me obsesionaba desde hacía tiempo, y le leí uno de los "Bocetos de Komarovo", el que va dedicado a ti. Y también otro poema más antiguo, escrito después de nuestro encuentro. Además, le recité los que tú me habías enviado. La respuesta del joven me dejó algo aturdida, y un tanto preocupada, pues dijo que debería haber compuesto mi elegía a Marina mucho antes, porque es importante decirlo todo cuando el otro aún no ha acabado de marchar, antes de que llegue el olvido. Es lo que tú misma habías hecho con Rainer Maria Rilke.
Sí, Joseph insistió en que debía escribirte una elegía. Y yo también llegué a creerlo así, pero me embargaba un sentimiento de culpa por ser yo la que seguía entre los vivos mientras que tú, siendo tan fuerte y capaz y... Además, temía que en esas páginas solo resonara un monólogo. Es la maldición de las elegías, que a menudo derivan en pretextos para elucubraciones más generales sobre la muerte. O peor aún, también para llorar por nosotros mismos, aunque sea de manera indirecta e inconsciente, pues el timbre trágico siempre es autobiográfico y cualquier poema escrito a la muerte de puede fácilmente derivar en autorretrato. Le expuse a Brodsky mis recelos y temores. No es posible una conversación a través de un cable roto, aduje. A lo que replicó de inmediato: "Tampoco es obligado que sea así. Ni es un delito que en su elegía a Marina la oigamos a usted, Anna. Será inevitable. Toda la poesía rusa así lo atestigua, desde Lérmontov a Pasternak. Escriba usted ese poema, querida Ajmátova -me animó Joseph-, escriba un poema tan desbordado como los de Marina, pues ella nunca tenía espacio suficiente, ni en un poema ni en sus prosas. [...]"".
Ni que decir tiene que nunca habrá espacio suficiente en este blog para Marina Tsvietáieva, y eso que, por una vez, he sido contenida y no me he desbordado hablando de ella.
Marina Tsvietáieva escribió: "Una carta es una forma de comunicación fuera de este mundo, menos perfecta que el sueño, pero sujeta a sus mismas leyes". A nuestra Marina, Ana Rodríguez Fisher, le hubiera encantado, pues, la forma elegida para una novela -la tuya- que va dirigida a ella. Sigamos, pues, soñándola para que no le llegue el olvido.
Si te ha gustado...