Las últimas tentativas de Jean-Luc Godard por utilizar actores famosos, icónicos - que recuerdan, que "traen" consigo otras películas al público y condicionan, quizá todavía más, a los cineastas - van cumpliendo ya veinticinco años. Veinticinco años.
Alain Delon (y Dominizia Giordano, que sobre todo permanecía en la retina de los espectadores por haber sido la guía de uno de los últimos viajes de Tarkovskíi, "Nostalghia") en "Nouvelle vague" (1990), Depardieu en "Hélas pour moi" (92) como ejemplos más notorios, pero también "su" Eddie Constantine en la intermedia "Allemagne 90 neuf zéro", echarán el cierre a ese camino.
A mediados de los años 90, cuando ya ande totalmente inmerso en sus "Histoire(s) du cinema", esto que parecía una conclusión derrotista para quien tanto amaba a quienes algo tenían que decir y lo hicieron, empezaríamos a considerarlo parte del andamiaje de su cine. Se le ha visto desde entonces tan a gusto con la moviola y el ensayo como a partir de cierto momento a Renoir o a Rossellini con la televisión y diría que con las mismas certezas reconfortantes de no haber elegido una alternativa reducionista por mucho que el devenir generalizado del medio sí lo haya sido.
Así, no es que se hubiese quedado de repente petrificado bíblicamente como la mujer de Lot, pues siempre había estado mirando atrás desde que comenzara a filmar en aquel vibrante final de los años 50, pero la marea de repensamiento del cine que empieza a arrastrarlo le obliga por pura lógica en esos momentos a incluirse a sí mismo y a cuantos le acompañaron generacionalmente en la ecuación.
Como suele suceder cuando se encuentra una clave que permite avanzar, reverbera una especial belleza en estas películas "de despedida", tal vez las más conectadas con lo contemporáneo de entre las que había realizado desde los años 60.
"Nouvelle vague" es la más conscientemente narrativa (más en su acepción de exponer que la de explicar, como gustaba) de las tres, más aún que "Allemagne..." candente aún como estaba la caída del muro de Berlín e importándole como le había importado tanto Alemania desde casi el principio. Lo es porque, como decía, a su interés por la Historia, debía añadir el hecho de sentirse parte de una, la de la nuevas olas que habían venido a sacudir el cine hacía muchos años.
Como captar en su integridad la alegoría que pone en funcionamiento el film - algo dejó caer Godard, pero no parece más que una parte - no es fácil, ni se puede estar seguro de haber "acertado" en lo fundamental, la opción de instalarse en la dulce contradicción de
esperar que el siguiente plano enlace con el presente de una manera
comprensible - por haber cazado tal vez el origen de la cita y su "aplicación" a lo
que se desarrolla en pantalla -, no es tampoco la mejor desde el momento en que se puede pensar, como nunca, rítmicamente el film: a estas imágenes, estas variaciones musicales y estas palabras, algo había contribuido.
Cada melodía se nutre de otras y se piensa desde el placer que proporcionaron otras, pero, y esto es importante, condicionada al instrumento con que se compone. Cada texto, su cadencia y musicalidad, remite también a otros, e igualmente se identifica pero no se agota con una época.
Cada película y cada sucesión ininterrumpida de apuntes para una película, también.
Aquí están "Pierrot le fou", "Weekend", "Le mépris", "Une femme mariée" o "Je vous salue, Marie" entre referencias visuales o verbales a "To have and have not", "Vertigo", "The long goodbye", "The barefoot Contessa", "Bonjour tristesse", "Un chien andalou", "So dark the night", "La paura", "Leave her to heaven", "Sommarnattens leende"...
El presente es mucho más prosaico, dominado sobre todo por la economía, lo que va quedando de nosotros aplastados por la economía, concretamente.
En la factoría de esta melancólica Condesa (Giordano), en las sienes grasientas del rico Richard Lennox redivivo (Delon, que antes era Roger Lennox, cuando irrumpió en pantalla tan pobre como aquel cine del que Godard formó parte una vez, tan brevemente), en su casa o en el jardín, llueva o haga sol, aparece inmisericorde la conversación predilecta del mundo que Godard alertaba estaba cambiando definitivamente.
Cuando le preguntan a Lennox, aparecido de la nada - pero en un Maserati rojo -, diciendo ser hermano del "fallecido", si está preparado para ser CEO de una de las compañías de ella, lo que debería ser un gag chapliniano se ha transformado con los años - ¿comedia + tiempo = tragedia? - en una inquietantemente acertada visión del mundo por venir.