Héctor ha muerto, la ciudad sigue en asedio, todos sufrimos porque no hay señales de poder salir.
El Sol se ha ocultado y con ello el cuerpo de Héctor está en peligro.
Nosotros debemos salir a por él. Se lo comerán los chacales si no lo hacemos, o peor, los aqueos podrían echarlo al mar.
Y entonces nuestra necesidad de enterrarlo nos hace escabullirnos y suplicar a Aquiles su permiso para tomarlo. Nuestro sollozo es tan fuerte que por poco y no escuchamos el redentor sí.
Nos llevamos su cuerpo. El rostro de Fandiño se comienza a dibujar mientras nos adentramos a Troya.
Nuestra fiesta ha recuperada a su Héctor, de entre los dientes del rencor obviado por los que no creen en el valor y la muerte, esos que poco comprenden la gesta del héroe.
Iván, nuestro muerto se convierte en un signo de catarsis.
Iván con su coleta dorada por el sol, nos acongoja al irse.
Nos abandonó en el acto de amor que siempre fueron sus días de torero, porque sabía que así también se muere.
La muerte que lo ha convertido en la sombra pesada y peregrina que revolotea sobre las cabezas de los toreros que le sobreviven y los que vendrán.
Sus ojos apagados, cerrados para siempre, son dos fieras que en chicuelinas danzan ahora con el toro de su muerte.
Sus manos ya no se calientan al sol, ya no esperan el pan tibio de la familia y el amor. A dejado todo por el toro del cielo, el toro asirio.
Lo ha dejado todo por el toro, un toro que en un movimiento circular como de ruedo, lo deja entre nosotros para siempre.