Revista Opinión
La primera obra literaria que establece una clara distinción entre ley y conciencia moral fue regalada a la Humanidad allá por el año 442 a. C., de la pluma certera de Sófocles. Antígona, su protagonista, puede considerarse la primera objetora de conciencia de la historia de la literatura, el primer personaje que cumple con dos características que solo con la modernidad pasarían a ser una realidad normalizada: ser mujer y decir que no, disentir, rebelarse contra las costumbres instituidas por el patriarcado, atreverse a hablar y actuar contra los patrones morales de su época. Antígona inventó la desobediencia civil, la defensa de los derechos humanos, muchos siglos antes de que estos conceptos nacieran y tuvieran efecto sobre nuestra sociedad. El eco de Antígona resuena desde entonces, recordándonos que a veces es necesario elegir lo correcto, pese a que no sea legal. No todas las leyes tienen por qué ser buenas por el solo hecho de ser legales. Antígona ejemplifica fielmente la idea moderna según la cual el poder político está enraizado en la voluntad popular, en la legitimidad que le otorga la ciudadanía, y que si los políticos no escuchan al pueblo, acabarán gobernando al arbitrio de su propio interés. Una lectura muy a tono con los tiempos que corren.
Un mito no es lo mismo que una teoría científica. La ciencia se ocupa de lo que es, de la regularidad natural de los acontecimientos, su origen, causa y proceso regular, mientras que el mito se sitúa dentro del reino de lo posible, de la subjetividad. Nos habla de elegir nuestro camino, de tomar decisiones guiados por nuestra conciencia. El héroe no es un ser sobrenatural, es un ser humano que opta por no entregarse al destino sin haberse interrogado antes sobre la posibilidad de cambiarlo. El héroe se interpela, no deja que la vida pase sin haber tomado antes partido. El héroe griego inventa, paralelo al tiempo biológico, un orden interior, el de la conciencia, frente al reino de la necesidad, de la fatalidad. La conciencia rompe con el ciclo natural, dando paso a la cultura como medicina contra la irracionalidad y las injusticias.
Antígona -cuenta el mito- era hija del famoso Edipo y su esposa-madre Yocasta. Sus hermanos, Eteocles y Polinices, luchan por el gobierno de Tebas, pero son derrotados por el tirano Creonte, que no permitirá que Polinices encuentre sepultura digna y ordena que sea arrojado a las afueras de la ciudad para ser devorado por las bestias. Nadie podrá rescatar el cuerpo sin vida de Polinices, bajo pena de muerte. Pero Antígona decide enterrar a su hermano, desoyendo la ley de Creonte y siguiendo la tradición religiosa según la cual un cuerpo griego debe encontrar sepultura si no quiere vagar eternamente por la tierra. Antígona es condenada a ser enterrada viva por su desacato, pero decide antes ahorcarse. Hemón, novio de Antígona e hijo de Eurídice y Creonte, se quita la vida, presa del dolor; igual suerte corre Eurídice, al ver muerto a su hijo. Creonte, solo, sin hijo ni mujer, reconoce su soberbia y su autismo político. Escuchar al pueblo; quizá fue esa la lección -pagada con sangre y dolor- que debió aprendió el infeliz Creonte. Los gobernantes no puede permanecer sordos al reclamo de su pueblo, a la voz de la calle.
La 57 Edición del Festival de Teatro Clásico de Mérida se inaugura con la obra Antígona de Mérida, libre adaptación de la obra de Sófocles, a cargo de nuestro dramaturgo Miguel Murillo, quien sitúa la acción no en Grecia, sino en la España del 36, herida como Tebas por la sinrazón de la guerra. En la obra de Murillo, la voluntad de Antígona de recuperar el cadáver de su hermano adquiere una transparente actualidad, recordándonos sin disimulo la necesidad de numerosos ciudadanos de recuperar el cadáver de sus difuntos, caídos durante la Guerra Civil, para ofrecerles santa sepultura y un recuerdo digno. Bajo la pluma de Murillo, el mito de Antígona nos impele a tomar partido, a empatizar con la memoria colectiva de estos familiares que perdieron bajo fuego cruzado los cuerpos de sus seres queridos. Dar sepultura se convierte en Antígona de Mérida no solo en un acto individual, un derecho legítimo, también deviene en una eficaz metáfora de la necesaria conciliación histórica entre españoles, aún por cicatrizar. La muerte nos iguala, nuestros muertos nos obligan a reconocer que en las guerras todos salen perdiendo y a recordar lo que nunca debió suceder, para que nunca más suceda.
Ramón Besonías Román