Antígona en La Moncloa
Algunos actos de objeción y rebeldía ante el atropello han comenzado ya a dar sus frutos
BENJAMÍN PRADO El Psíd. 25 FEB 2013 - 00:02 CET
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Hay un extremo de la injusticia en el que quien la sufre tenga autoridad moral para incumplir la ley? ¿Es hoy más justificable que nunca la desobediencia civil que promulgaba Thoreau en 1849? En una situación como la que vivimos, ¿quién puede ser considerado más ejemplar: el ciudadano que acata todo aquello que le mande su Gobierno, o el que practica una “insumisión ética”, como la llama el filósofo Miguel Abensoun en su libro
La democracia contra el Estado, que le permita enfrentarse a los abusos de cualquier tipo de poder, haya salido de las urnas o no? Son diferentes modos de hacerse una pregunta que tiene 2.500 años, pero sigue sin encontrar respuesta. Uno de los primeros que la buscó fue Sófocles, hacia el año 441 antes de Cristo y en su obra
Antígona,donde cuenta la reacción contraria de las dos hijas de Edipo, el difunto rey de Tebas, ante la muerte de su hermano Polinices y la orden del nuevo monarca, el feroz Creonte, de dejar su cadáver insepulto, a las afueras de la ciudad: la menor, Ismene, decide someterse al edicto y no desafiar al déspota, en parte por miedo y en parte por sentido de la disciplina; pero su hermana no, porque lo considera humillante, inhumano y opuesto a la ley de los dioses. Así que se atreve a robar el cuerpo y enterrarlo. Su rebeldía la llevará a la tumba, pero la tragedia que va a desencadenar la decisión del tirano provoca que se suiciden su mujer y su hijo, y nos hace creer que al final la infamia tiene un alto precio también para quienes la cometen. La obra de Sófocles, que
George Steiner definió, en un estudio clásico de ese mito, como una reflexión “sobre la lucha entre el mundo de los vivos y el de los muertos y, sobre todo, entre la sociedad y el individuo”, es también, según el profesor Francisco Rodríguez Adrados, “un aviso de adónde podría conducir la inflación de la idea del Estado”. Aquí y ahora, sin ir más lejos, no parece que pueda ser a otra cosa que a este totalitarismo de guante blanco que ha propiciado la mayoría absoluta de la derecha en las últimas elecciones. Lo malo de las victorias aplastantes es que convierten las banderas en martillos y sustituyen las razones por decretos.
¿Qué hacer en un país como España, donde por una parte crecen el desempleo, el hambre y los desahucios, y por la otra se suceden las noticias sobre un Partido Popular que ya no parece corrupto sino corrompido, y en el que muchos sujetan en una mano las tijeras de los recortes sociales y en la otra un maletín lleno de dinero negro? ¿Qué respeto a las normas nos pueden exigir quienes a la vez que nos piden sacrificios cobran cientos de miles de euros y mientras predican la austeridad se reparten sobres invisibles llenos de billetes de color violeta? ¿Cómo se atreven a hablar de honradez, patriotismo y solidaridad quienes defraudan a Hacienda, blanquean capitales, reciben regalos de tramas mafiosas, son financiados bajo cuerda o se suben el sueldo un 27% en plena crisis, como este periódico ha revelado que hizo el actual presidente del Gobierno?
¿Qué sucede cuando se vacía de significado a la democracia?
“La cuestión, en realidad”, dice la novelista india Arundanathi Roy, la autora de
El dios de las pequeñas cosas, “es esta: ¿Qué le hemos hecho a la democracia? ¿En qué la hemos convertido? ¿Qué sucede cuando se la vacía de significado? ¿Qué sucede cuando todas sus instituciones se han vuelto algo peligroso? ¿Qué va a ocurrir ahora que ellas y los mercados se han fundido en un solo organismo depredador, dotado de una imaginación limitada, estrecha, que prácticamente solo gira en torno a la idea de incrementar al máximo los beneficios? ¿Se puede dar marcha atrás a este proceso? ¿Puede algo que ha mutado volver a transformarse en lo que era?”. No está nada claro que todo eso lo pueda contestar el famoso
yes, we can de Barack Obama, pero sí que la única oportunidad de pararle los pies al monstruo es la unión de todas sus víctimas. Aunque solo sea por dignidad, como dice en su último libro,
El cuaderno de Bento, otro de los intelectuales más respetados de Europa, el escritor y artista John Berger: “Toda protesta política profunda es un llamamiento a una justicia ausente, y va acompañada de la esperanza de que en el futuro se terminará restableciendo esa justicia; la esperanza, sin embargo, no es la primera razón para llevar a cabo la protesta. Protestamos porque no hacerlo sería demasiado humillante”. Las quejas, como vemos, llegan de todas partes, desde París y Nueva Delhi a Londres, y lo mismo del pasado que del presente, pero ¿hay alguien dentro de los palacios que esté dispuesto a oírlas? En este momento, parece que no.
Sin embargo, las cosas han empezado a cambiar, porque el veneno ya está en casi todos los vasos y, como escribe Fernando Savater en su obra dramática
El traspié, “podemos disfrutar asistiendo a una tragedia como la de
Antígona, pero por nada del mundo quisiéramos ser ninguno de sus personajes”.
Ahora que nos han obligado a interpretar ese papel, mucha gente ha vuelto a prestarle atención a aquella teoría de la desobediencia civil que formuló hace siglo y medio Thoreau para explicar por qué se negaba a pagar impuestos a una Administración norteamericana que, por entonces, era partidaria de la esclavitud y de invadir México. Y, como consecuencia, algunos actos de objeción y rebeldía ante el atropello han dado su fruto: la tasa del euro sanitario que se quiso imponer en algunas comunidades ha sido suspendida cautelarmente por el Tribunal Constitucional; el Congreso ha aprobado por unanimidad la Iniciativa Legislativa Popular impulsada por la Plataforma de Afectados por las Hipotecas para frenar la usura implacable de los bancos; cientos de médicos de familia se han acogido a la objeción de conciencia para seguir atendiendo en sus ambulatorios a los inmigrantes, pese a la normativa que los dejaba sin protección sanitaria; y las movilizaciones infatigables de los trabajadores de la Sanidad y la Justicia públicas han logrado que los prepotentes políticos que las quisieron imponer, se vean obligados a negociar…
Eso, de momento y mientras crecen las sospechas sobre los partidos políticos, cuya arrogancia nos hace cuestionar, como dice una vez más el pensador francés Miguel Abensoun “si son unas organizaciones que fomentan el ejercicio real de la libertad o van en contra de la misma lógica de la democracia, ya que las constituyen oligarquías elitistas y dominantes”. ¿Cómo evitarlo? Su maestra, la alemana
Hannah Arendt, lo tenía muy claro: “Hay que situar la desobediencia civil no solo en el lenguaje político, sino en nuestro sistema político”.
En España, uno de los autores que reflexionó a menudo sobre ese asunto fue el poeta José Ángel Valente, que en un artículo publicado en 1997, advertía de que cuando se traspasan las líneas rojas de la convivencia del modo en que ahora se está haciendo, siempre es posible que se produzca “una confrontación con el Estado de derecho, contra cuya posible arbitrariedad, rigidez o solidificación excesiva puede alzarse, en último término, el espíritu de libertad y creación que caracteriza y hace existir las formas de ciudadanía democrática”. Por suerte o por desgracia, parece que ese espíritu ha vuelto a despertarse. Antígona ha regresado y ya está a las puertas de La Moncloa.
Benjamín Prado es escritor.