Sabiendo que parte de los dirigentes del PP están implicados en corrupciones, grandes y pequeñas, muchos españoles se asombran de que Pedro Sánchez, galán que recuerda a un modelo de pasarela, sea incapaz de superar al jefe de esos corruptos, el torpón Mariano Rajoy.
La política, como la vida, raramente obedece a reglas científicas; sí a juicios subjetivos, a la credibilidad de los líderes, más que a sus programas.
En una sociedad globalizada, multinacionalizada, en la que la diferencia entre la economía del PP o del PSOE es mínima–o de cualquier otro enfrentado a la realidad--, el carácter de sus líderes puede inclinar las elecciones.
Hable usted sobre Pedro Sánchez con diez o doce personas, o cien personas, muchas votantes tradicionales del PSOE, y la mayoría le dirá que no será corrupto, pero que les resulta antipático.
Nadie puede demostrar con argumentos lógicos, ni siquiera ideológicos, por qué reaccionamos tan emotivamente, aprobando o rechazando por simpatía o antipatía a quienes regirán nuestras vidas.
Sanchez quiso ser profesional del baloncesto y fracasó. Pero la lucha le enseñó que la política exige esfuerzo, aunque infinitamente menor que el de llegar a ser un Pau Gasol.
En política cualquier mastuerzo llega lejos si maniobra adecuadamente en su partido, o si funda otro que explote demagógicamente como Iglesias Turrión los dolorosos resultados de una crisis económica.
Sánchez planificó la conquista del PSOE en viajes por toda España haciendo promesas, una forma de compra y corrupción de voluntades que compensaba su poca simpatía, su carácter adusto y soberbio, su falta de imaginación, su monótona voz chillona en los mítines, y su no, no, no a sus rivales sin explicaciones razonables.
El que fue simpático y eficaz PSOE de González o el del sonriente y demagógico Zapatero, es ahora el del antipático Sánchez, quien si no lo cambian enseguida, acabará con casi siglo y medio de historia socialista.
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SALAS