Tras el fallecimiento la semana pasada del director de cine Billy Wilder la mayoría de los cronistas europeos narraron que se había exiliado en 1933 para rechazar el entusiasmo austríaco por la llegada de Hitler al poder en Alemania. Pero ocultaron que era judío.
Silenciaban así su orígen y cultura, un síntoma del recrudecimiento del antisemitismo europeo, para el que los genios ya no deben ser judíos: lo políticamente correcto es acusarlos de la guerra entre Israel y los palestinos.
Un silencio sobre Wilder a la inversa del que durante medio siglo ocultó que Austria había sido más nazi que Alemania, aunque supo aparecer ante el mundo como la víctima de una invasión gracias a algunos resistentes, fácilmente reprimidos con las denuncias de miles de chivatos espontáneos (a propósito, algún día los chivatos de Eta se presentarán como sus víctimas).
Austria se estudia ahora a sí misma gracias a un profesor de la universidad estadounidense de Arkansas, Evan Burr Bukey, autor del libro “Hitler's Austria: Popular Sentiment in the Nazi Era, 1938-1945” (La Austria de Hitler: sentimiento popular en la era nazi), que está obteniendo un gran éxito allí. El libro recuerda, por ejemplo, que ese pequeño país proporcionó el cuarenta por ciento de los exterminadores de los campos de concentración hitlerianos.
Por eso es trágico que se oculte parte de la historia de Wilder: demuestra que vuelve un antisemitismo que para limpiar la sangre de judíos como Wilder necesita negarles su identidad.