Ya en 1930, alza su grito contra el destino de sus compatriotas:
Amo a este pueblo cautivo de la tierra,
que cuenta los años como siglos,
da a luz, duerme y grita.
Para tus oídos fronterizos
todos los sonidos suenan bien…
amarillento, amarillento, amarillento
en la maldita profundidad mostaza.
También es capaz de alabar la actitud de Miguel de Unamuno en el famoso incidente en el rectorado de Salamanca a comienzos de nuestra Guerra Civil, un episodio que llegó incluso a la Unión Soviética. Mamdelshtam llama a Unamuno "pájaro sabio y desobediente".
Pero es su Epigrama sobre Stalin el causante a la vez de su desgracia y de su gloria. Pocas veces se ha retratado con mayor acierto a un despreciable dictador que se cree dueño de la vida y destino de sus súbditos, una especie de psicópata de pesadilla que disfruta sojuzgando al pueblo:
Vivimos sin sentir el país bajo nuestros pies,
nuestras voces a diez pasos no se oyen.
Y cuando osamos hablar a medias,
al montañés del Kremlin siempre evocamos.
Sus gordos dedos son sebosos gusanos
y sus seguras palabras, pesadas pesas.
De su mostacho se carcajean las cucarachas,
y relucen las cañas de sus botas.
Una taifa de pescozudos jefes le rodea,
con los hombrecillos juega a los favores:
uno silba, otro maúlla, un tercero gime.
Y solo él parlotea y a todos, a golpes,
un decreto tras otro, como herraduras, clava:
en la ingle, en la frente, en la ceja, en el ojo.
Y cada ejecución es una dicha
para el recio pecho del oseta.