Recuerda Pilar Yust en Facebook que ayer, 5 de febrero, se cumplieron dieciséis años de la muerte de Antonio Ruiz Soler, y se queja de que los medios han ignorado la fecha una vez más. España olvida pronto a sus muertos, es verdad. En el caso de Antonio -Antonio «el bailarín»- ese olvido ya se había posado sobre él en sus últimos años. Él mismo, creo, se había encargado de enfangar en parte su recuerdo al aceptar (o no evitar) convertirse en carne de la prensa rosa y pasar a formar parte (no sé si voluntaria o involuntariamente) de la «fauna marbellí» de los años setenta y ochenta. El día de su muerte, escribí: «Hoy se arroja incienso sobre el recuerdo de un genio que vivió sus últimos años surcado por las añoranzas, tocado por las polémicas que olvidaban e ignoraban su gloria, abrumado por su propia historia y enlodado en mil y una historias. Las ovaciones, que hacía años se habían callado, han despertado para despedir al mejor bailarín que ha dado España al mundo».
Conocí a Antonio gracias a María Rosa. Ella me llevó una noche a cenar a su casa, en la urbanización de La Florida, a las afueras de Madrid (a su lado vivía Paloma San Basilio). Acudí intimidado por la trascendencia del personaje. Tras los saludos, nos sentamos en el porche, al lado de la piscina en cuyo fondo había dibujada una paloma de Picasso. Era un hombre de un carisma arrebatador, parlanchín (le ayudaba el whisky, del que abusaba), melancólico y que tenía clavada una espinita con ABC. Por aquel entonces, Antonio estaba vetado en mi periódico. Su entonces director, Luis María Anson, íntimo amigo de la duquesa de Alba, no le había perdonado al bailarín que hubiera dicho que él era el padre de Fernando, uno de los hijos de la aristócrata. ABC era el periódico de Antonio, el que a él le gustaba leer y el que había contado con mayor profusión sus éxitos, y por eso le dolía el silencio hacia su persona que me impidió, por ejemplo, completar una serie de entrevistas en profundidad con las cuatro principales figuras vivas de la historia de la danza española: Pilar López, Mariemma, Antonio Gades y él. Sin embargo, Anson se olvidó de ello el día de su muerte, y ABC publicó un completo cuadernillo coronado con la portada del periódico. El homenaje a su figura siguió unos días después en el suplemento ABC Cultural.
Compartí con Antonio (siempre de la mano de María Rosa) cuatro o cinco veladas más; en una de ellas me enseñó su estudio, el célebre local de la calle Coslada, donde hoy se encuentra la escuela «Scaena» de Carmen Roche. Pisé el escenario, pasamos por los camerinos y otros cuartos donde se apilaban los trajes de sus producciones; nos sentamos en su despacho y allí me asomé por la ventana desde la que contemplaba el trabajo de sus bailarines. Una noche fuimos al desaparecido tablao Zambra, en la calle Velázquez, para ver a Antonio Canales, al que admiraba profundamente. Y en otra ocasión fuimos a la discoteca Pirandello, para ver la actuación de Paco España, con quien había trabajado en los años setenta. Allí, claro, fue el centro de atención y de los focos desde que Paco España le viera sentado en una mesa. Allí, también, vi la otra cara de Antonio, que dejaba a un lado la dignidad del artista para mutarse en un hombre excesivo y desprejuiciado. Confieso que no me sentí a gusto esa noche...
La última vez que hablé con él fue en el teatro de Madrid; ya necesitaba la silla de ruedas para moverse, y su mirada estaba prácticamente apagada. Fui a saludarle y tardó unos segundos en reconocerme. «¡Hijo, pareces el de los ciegos!» Supongo, no recuerdo la fecha, que era la primera vez que me vio con barba y mi cara mofletuda le debió de recordar a Miguel Durán, entonces director de la ONCE...
Me dolió mucho su muerte, le tenía un gran cariño; y siento que, por edad, no pudiera nunca verle bailar. Quedan sus intervenciones en las películas y en la televisión, y quedan los miles de testimonios sobre un arte irrepetible. El arte del mejor bailarín que ha dado España al mundo.