Aunque alcalde de profesión, Íñigo de la Serna presenta buenas maneras. Nada más llegar al Ministerio de Fomento ha demostrado tener el Primer Amiguito del capitalismo de amiguetes bien aprendido. Hasta el momento – y no creo que cambie - se está mostrando como un aventajado discípulos de los grandes ideólogos para los que la gestión pública es y será siempre derrochadora e ineficaz y la privada el crisol de todas las virtudes. En consecuencia, y para que las cosas vuelvan a su estado natural y lógico, hay que hacer que lo público pase a la categoría de insignificante y lo privado asuma todo el campo de juego para su lucro y placer.
Dos asuntos serán suficientes para ilustrar que nuestro ministro es un hacha de la gestión como mandan los cánones del liberalismo de libro. El primero es la lección número uno del manual: si una empresa da beneficios hay que privatizarla sin perder tiempo. Es el caso de AENA, la empresa aún mayoritariamente pública que gestiona la red de aeropuertos en España. Ana Pastor, la antecesora del ministro santanderino, puso en manos privadas el 49% de las acciones a un precio de saldo en comparación con el del mercado.
Nada más sentarse en el sillón de mando, de la Serna anunció la intención de desprenderse de un porcentaje aún por decidir del 51% que conservó el Estado, no vaya a ser que a la parte privada no le resulte lo suficientemente dulce la mitad del pastel que obtuvo en almoneda. Con AENA mayoritariamente en manos privadas, ya se pueden ir preparando para la excursión por todas las tiendas de los aeropuertos antes de que se les permita subir al avión. Por no hablar de lo que puede pasar en lugares como las islas canarias no capitalinas, para algunas de las cuales el avión es casi el único medio de no quedar prácticamente aisladas. Eso sí, pidiendo disculpas por vivir en una isla y solicitar humildemente que los precios de los billetes aéreos no salgan más caros que cenar langosta y beber champán todas las noches en Maxim’s de París.
La segunda lección del manual dice que las pérdidas de los negocios privados ruinosos avalados con dinero público deben socializarse, es decir, meter la mano en el bolsillo de los ciudadanos para pagar el estropicio. Después, cuando con dinero de todos los hallamos puesto de nuevo en pie, se los volvemos a vender a los amiguetes a precio de saldo. Ocurrió en su momento con el rescate de los bancos y va a volver a ocurrir con las autopistas de peaje quebradas que nos van a costar unos 5.500 millones del ala.
El caso arranca en los años dorados de la burbuja inmobiliaria con Aznar, Álvarez Cascos y Aguirre cortando cintas de la noche a la mañana. Entonces se tiró la casa por la ventana y se dio por sentado que los conductores serían tan memos que pagarían para circular por una autopista colapsada antes que por una pública y gratis o, en el peor de los casos, por una carretera secundaria.Todas esas carreteras se hicieron con créditos bancarios avalados por el Estado para el caso de que las cuentas no salieran y el negocio fracasara, como de hecho ha ocurrido.
Las concesionarias de las autopistas han entregado la llave al banco y este – que arriesgó el crédito sabiendo que si no pagaban las empresas lo haríamos los contribuyentes - ha reclamado el aval al Estado. Y en esas estamos, a punto de desembolsar un pastizal para enjugar las pérdidas de los florentinos y compañía, mientras Fomento lleva tres décadas racaneando unos míseros cientos de millones para acabar la carretera de La Aldea (Gran Canaria). Uno se pregunta – y supongo que ustedes también – por qué demonios el Estado tiene que avalar con dinero público negocios privados que terminan en la ruina por falta de previsión o por exceso de electoralismo.
Ya sé que, tratándose de España, es casi una pregunta retórica pero lo cierto es que en países como Estados Unidos – paraíso terrenal del liberalismo - tal responsabilidad patrimonial no existe. Por tanto, quien quiera arriesgar su dinero tiene que aquilatar bien la relación entre costes y beneficios antes de lanzarse a la aventura de la inversión. Esa lógica no rige en España, en donde los contribuyentes pagamos de nuestros bolsillos bancos baldados de ladrillo, aeropuertos para las personas, estaciones de AVE en pueblos de una veintena de vecinos y ahora, además, apoquinamos para apadrinar autopistas de peaje por las que nunca hemos pasado ni es probable que pasemos en la vida. No somos más simples y bobos porque no entrenamos lo suficiente.