Obviamente viajar a la India te obliga a venir con estomago de acero. La pobreza no es para tanto, no quiero que se mal interprete, la pobreza es brutal, pero considero que el shock no es tan bestia. En seguida te acostumbras a no mirar a los mendigos, a pasar por alto al lisiado o leproso, a veces incluso, ni te das cuanta del niño que llevas cogido de la camisa desde calle abajo pidiendo una misera rupia.
Más que nada porque no hay otra manera de estar aquí. Porque si quieres llorar puedes, si quieres lamentarte y clamar al cielo lo jodido que esta este mundo también puedes, pero sinceramente, no lleva a ninguna parte.
Pero hoy he tenido un momento límite, cundo tres pequeños luchaban contra las vacas por las sobras que podrían encontrar en una enorme pila de basura.
Los niños de 4, 5 y 6 años, con sus sacos para meter algún trozo de cartón o alguna sobra de comida contra dos vacas… que más se puede decir.
Nunca he dado nada a un niño, más bien porque no se lo estás dando a él, sino a su chulo que andará tras la esquina. Pero llevaba una piña en una bolsa, cortadita en rodajas. Y tras preguntarles sus nombres en hindi (una de las pocas cosas que me salen bastante fluidas) les he repartido la piña entre los tres. Sus caras entre incredulidad, alegría, asombro, hambre, han terminado por destrozarme. Una primera lágrima en India.
Desconcierto en sus caras