Revista Cultura y Ocio
Más que condescender, que es la rama noble del asunto, su transcripción aristocrática y pudiente, lo que hace uno las más de las veces es apencar. Es lo que tiene la lengua: nos zarandea con su filigrana de herramientas, nos viste o desviste a su antojadizo modo. Hay palabras que exhiben un lugar en el mundo y una manera de estar en ese mundo. Incluso las menos afortunadas, las que arriman su pequeña mugre de léxico zafio y tosco, tienen su zona de influencia, su narrativa genuina. Por eso hay quien jamás dirá apencar o apechugar. Antes que hincar la testuz y caer en esa trampa fonética, buscará sustitutos de alcurnia, una de esas pequeñas joyas del diccionario que, sin decirlo todo a las claras, deja la suficiente información para que entienda el que pueda, dejando a la mayoría en el limbo, fuera de rango, en fin, en esa dulzura que contrae toda ignorancia. Dirá que ha transigido o claudicado: por quedar bien, por no deslucirse en demasía. Ah qué belleza tiene la palabra claudicar, con qué apresto silábico se derrama en el aire y lo engalana. Uno claudica sin que ese torcedura del gesto implique nada que de verdad importe. No es lo mismo contemporizar que fastidiarse, por decirlo de otra manera. No es de buen gusto recurrir a la expresión burda y expeditiva "hay que joderse" por cuanto da a entender que el acto de la aceptación del mal casi lo provoca uno mismo, no siendo eso ni comprobable ni tampoco deseable. Puestos a premiar la riqueza de nuestro léxico, vale la pena traer a este hilo de expresiones la muy castiza "jorobarse", que es modo reflexivo y eufónico y que hace pensar en nuestros abuelos, tan jorobados ellos por los tiempos que les tocó vivir, cuáles no. Decían esas menudencias por no arreciar en vocablos de más ruda complexión semántica. También por no saber. Sin embargo, apencar era común en su quehacer. No apenca quien manda, sí el que obedece. He ahí el sesgo social del lenguaje, aunque todos de una u otra manera incurramos en la obediencia y ese respeto al que se nos fuerza implique apencar, abrevar en las aguas turbulentas del fastidio, se quiera o no. El lenguaje tiene esa promiscuidad deliciosa. Las palabras se arriman unas a otras y jadean en sintagmas. Se las oye en alada cópula semántica. Es un ruido como de cuerpo quebrado por el cansancio más dulce. El hecho de que hablemos mal (hay que apencar con eso) constituye, más que una falta, un desahogo del espíritu, una vía por la que escapar de la tragedia.