El combate se ha desplazado unos kilómetros al norte y sólo debemos temer a la artillería enemiga, que bate la zona por donde transitamos. Sus proyectiles levantan surtidores de barro, como si fuesen pequeños y breves géiseres oscuros, pero nadie se cuida de protegerse. ¿Para qué? Es preferible reventar de una vez que continuar con esta pesadilla que amenaza con la aniquilación moral. Llevamos combatiendo tanto tiempo que la memoria no me alcanza para llevar la cuenta de los días, semanas y meses de penalidades. Primero fue el invierno crudelísimo, fríos glaciales que convertían en estatuas de hielo a compañías enteras, hombres congelados que tintineaban como porcelana, el miedo, el cansancio y el hambre inclemente por la falta de avituallamiento; y después lo ha seguido esta primavera raquítica y plomiza, pantanosa y desolada. Hemos luchado en las condiciones más atroces que puedan imaginarse mientras el alto mando insistía en sacar de nuestros cuerpos entecos el último gramo de energía y patriotismo.
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