El Apocalipsis. Todos los días desayunamos junto a su sombra. Apocalipsis financieros, apocalipsis naturales, incluso apocalipsis morales. Desde alguna tribuna en algún lugar importante del mundo, un gurú religioso, económico o filosófico lanza su advertencia: las visiones de San Juan en Patmos nos pertenecen como a la sombra que siempre nos acompaña, como una última posibilidad, no por negra menos fehaciente; desde que Umberto Eco hiciese su famosa distinción entre apocalípticos e integrados, la parte del mundo que mejor se lleva con éste tiene que cargar con el lastre de su hermano negrero, el que vaticina grandes cataclismos, catástrofes de un lado a otro de la tierra, amenazas surgidas desde su inhóspito interior o desde el no menos terrible exterior, bajo la forma de naves espaciales e incomprensibles pero definitivos anhelos de colonización extraterrestre.
Y sin embargo, el Apocalipsis no es pensable sin su polo dialéctico. Junto al Apocalipsis hay que pensar la salvación, y ello en al menos dos formas. De un lado, la mano divina que tras el Juicio Final coloca las cosas en su sitio, estableciendo de una vez por todas la tan anhelada justicia universal y el imperio de la ley divina, que es como decir la ley de la justicia; esto en cuanto a las versiones escatológicas del problema, sancionadas por religiones como el cristianismo. Aquí el Apocalipsis se concibe como la mitad oscura de esa mitad luminosa que significa el Paraíso, ya en el cielo o en la tierra. Sea como fuere, el Apocalipsis es el proceso traumático, el dolor de parto que es señal, condición y posibilidad de un nuevo nacimiento. La gran crisis antecede al nuevo imperio: no se puede instalar un mundo justo sin destruir primero, hasta los cimientos, el viejo mundo injusto. Pero también en las visiones menos optimistas, en aquellas en que precisamente el Apocalipsis no es la previa introducción a un acontecimiento salvífico, en aquellas en que el Apocalipsis es sinónimo de la venida de la Nada y consumición de todo ente, sin esperanza postrera, es también este fenómeno un sinónimo de salvación. Hablamos, claro está, de aquella visión nihilista según la cual la nada es preferible al ser, desde cierta interpretación del budismo hasta Schopenhauer, pasando por algunos místicos. La perspectiva de un mundo bajo la luz de la bomba atómica ha seducido a muchas mentes que ven en la nada la liberación de una pesada carga, el horror de una existencia en cuyo seno la nada tiene más presencia que en la propia muerte; aquí también el Apocalipsis es salvífico, aunque a su manera. Ningún nihilista serio despreciaría las bondades de la muerte y de la destrucción.
Pero hay una perspectiva más, y es la más corriente. Se trata de aquella según la cual el Apocalipsis no ofrece ninguna salvación: tras él no se alivian los sufrimientos de la vida y tras él no hay redención divina. La destrucción se presenta como objeto de seducción última, como horror combatido a capa y espada, como lo que en definitiva constituye la última amenaza -y la única- que puede destruir nuestra cómoda civilización, nuestra civilización montada sobre desayunos familiares y compras del sábado por la mañana. Y es que, abatidos ya los viejos fantasmas ideológicos, bien enterrado Stalin y la vieja URSS, la amenaza atómica tiene que seguir prevaleciendo, el omnipresente fantasma del Apocalipsis debe persistir, bien que ahora se ponga la toga de la crisis económica o el amargo disfraz del desastre natural, como en las películas de catástrofes americanas. Dicho esto, yo mismo no quiero inducir a creer que es preciso burlarse del sentimiento apocalíptico: muy por el contrario, creo que es lo que nos salva- nunca mejor dicho- de otro peligro aún peor.
¿Cuál es este peligro? Simplemente la amenaza de una perspectiva eterna anti-apocalíptica. Una perspectiva inmunda, toda vez que la injusticia, la locura y la contención del orgasmo que representa la liberación de violencia y energía dominan nuestro mundo. El fin de la guerra fría no ha mutilado las pulsiones de muerte que dominan nuestro cuerpo; en cambio, se instaló la contención y la paz indefinida, auténtico paraíso pesadillesco, donde los dominadores han destruido por fin todo posible anhelo de rebeldía, toda utopía con fines redentores, toda religión secular. Los intelectuales acomodados -aquellos que también gozan de los desayunos familiares y las compras matinales- se sienten satisfechos con esta situación; tildan a los apocalípticos de negreros y pesimistas y propagan la idea de que la felicidad se ha posado para siempre sobre la tierra.
Esta es la visión más peligrosa. No solo porque, como es obvio, es falsa, sino sobre todo porque corta de raíz toda necesidad de cambio, toda mejora que vaya a los fundamentos de nuestras estructuras sociales, culturales, económicas y morales. La mejor visión de este síntoma es la figura del técnico, de quien se habla mucho a propósito de la crisis. El técnico es el anti utopista por excelencia; como el abrillantador de cadáveres, es capaz de dar una buena pincelada al muerto para que parezca vivo- El técnico, el maquillador de la existencia, garantiza con ello no solo la buena visibilidad del muerto y la ocultación de sus olores más macabros, sino que además, tan solo a causa de su mera presencia, excluye de todo punto una intervención radical, un cambio radical de rumbo. El advenimiento del técnico implica la muerte del hombre utópico.
Hay que decir que no obstante, el Apocalipsis sigue formando parte de la estela de nuestra vida. Es la única garantía de la esperanza de que un mundo injusto, enloquecido y asesino no sea la última palabra de la vida. En este sentido, Apocalipsis puede ser también sinónimo de Revolución, en la clara perspectiva de aquel acontecimiento que rompe las leyes de un mundo antiguo y desfasado para instalar un mundo nuevo y más justo. Existe, pues, un Apocalipsis pensable para un mundo en el que el capitalismo fuera erradicado de la tierra. Este Apocalipsis es Fin y Catástrofe solo para los dueños de ese mundo infecto. Para los que anhelan liberarse de sus cadenas, se trataría del principio de un mundo en el que la vida mereciese un poco más la pena.
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