Por Alfredo García Pimentel
Bobby Salamanca
Las ocurrencias que hemos tenido en los parques beisboleros, por ejemplo, tiene la necesaria pizca de humor criollo, que las convierte en legendarias. Entre ellas, sería injusto no mencionar la de los sobrenombres que hemos endilgado a peloteros y equipos, nombres que se han quedado para siempre.
Los apodos de jugadores son, sin dudas, el principal atractivo. Desde antes de la Revolución, ya nuestros peloteros gozaban de sus motes, como el “Inmortal” Martín Dihigo, o José de la Caridad Méndez, no por gusto llamado “El Diamante Negro”.
Sin embargo, aunque los hubo muy ocurrentes, nadie como José Antonio “Bobby” Salamanca supo poner el nombre ideal a nuestros peloteros.
De su mente salieron los apodos más respetuosos y, a la vez, hilarantes, de la pelota cubana. Las muestras sobran: Owen Blandino fue “El Gallo de Cabaiguán”; Luis Giraldo Casanova se hizo “El Señor Pelotero” y Víctor Mesa “La Explosión Naranja”.
Eduardo Cárdenas cambió su nombre por el de Llovisnita, por su habilidad para conectar texas, la velocidad de Rogelio García lo hizo “El Ciclón de Ovas”, mientras Braudilio Vinent se transformaba en “El Meteoro de la Maya”.
En los equipos nacionales de la época, todos los jugadores tuvieron su mote. Germán Mesa era lo mismo “El Mago” que “El Imán”; Omar tenía ya algunos años y seguía siendo “El Niño” Linares; Kindelán era “El Tambor mayor” y “El León de la Montaña”, al tiempo que Juan era “La maravilla” Padilla.
Como dato curioso, sepa que el sobrenombre más largo otorgado por Salamanca fue para el industrialista Rolando Verde y no necesita explicación. “El único verde que madura azul” resultó el mote asignado.
La modernidad también ha traído buenos apodos a nuestros peloteros. Hay están “El Caballo de los Caballos”, “El Bombardero del Dorado” o “La bala de Centro Habana” para demostrar que aún tenemos muchas ocurrencias que aportar a un terreno de pelota.