“Ya solo un dios puede salvarnos”. Son palabras de Heidegger en una entrevista en Der Spiegel. Una de las dos actitudes que se han ejercido ante ese obsesivo tema que oscurece nuestro Occidente cristiano, el “nihilismo”...la otra es la de Ernst Bloch: el principio esperanza. Mas si Bloch quiere fundamentar la esperanza mediante la categoría metafísica de posibilidad, no deja de ser una esperanza utópica, irracional, la fe del creyente analfabeto en la esquina de la iglesia. La misma fe que los de Frankfurt. La esperanza no puede mover nada, la esperanza nunca puede ser sinónimo de fuerza. Ante la amenaza del nihilismo, las actitudes básicas han sido estas: la de la esperanza metafísico- teológica, o la de la asunción de la muerte, la desesperanzadora rúbrica de Adorno sobre Auschwitz.
La asunción de la muerte es también tesis del llamado postmodernismo en su versión de “pensamiento débil”: la muerte, como la enfermedad terminal, aniquila el organismo, lo reduce a su mínimo. La expresión bruta del silencio, la expresión de la muerte, manifestada abiertamente en Auschwitz, aniquila todo verbo, toda voz. El pensamiento débil solo puede tener su sentido bajo extensión del concepto de muerte: muerte de los grandes relatos, muerte del hombre, y, por supuesto, muerte real- las cámaras de gas como simbolismo de la desaparición de lo humano mismo-. Después de Auschwitz nuestra voz disminuye, se hace mínima, ante lo que el postmodernismo de raigambre nietzscheana no protesta, sino que celebra. Se trata de la celebración de los sin habla, de la apoteosis orgiástica que se regocija en su analfabetismo existencial. Una fiesta erigida sobre los escombros del hombre, ante la cual toda coherencia se disipa: a riesgo de caer en una metafísica de la nostalgia romántica, el postmoderno celebra los despojos del hombre y se cubre con ellos. La flaqueza de la voz no es lamentable, la flaqueza de la voz es motivo de celebración.
Se trata de una necesaria, pero burda, reacción ante la muerte. Algo que no puede dejar de ser paradójico, porque no existe reacción coherente ante la muerte. Mientras el postmoderno alaba en esta fiesta catártica los despojos del hombre, el romántico se refugia en la Cábala y en una mística del dios ausente. Reafirma su muerte, no quiere hacer de ello una fiesta, pero tampoco dejará de recalcarlo: ante la muerte solo se puede hacer una cosa: retornar a los dioses o constatar su desgracia. Horkheimer prefiere la primera opción, Adorno la segunda. Ambas conjuran con la metafísica del silencio, ambas retornan a la flaqueza de la voz.
Mas la voz es manifestación, faino, poner en evidencia. Poner en evidencia es también acercar lo real a la conciencia, a la constatación- pues conciencia no es sino constatación-, y la evidencia se pone ante un público, ante una presencia. Sin voz fuerte, clara, indeleble, no puede haber manifestación. Y cuando lo real se oculta, comienza la verdadera muerte. La fiesta dionisíaca, sin embargo, sigue su juerga en la nocturnidad. El dios ausente -hölderliniano, heideggeriano- es un dios que no soporta la muerte. Mas el zombie postmoderno bebe de ella y de ella se vanagloria. La voz en la flaqueza es el fenómeno apagado, lo real abandonado a la oscuridad. Cuando predomina el secreto sobre la voz, entonces la muerte incluso se puede silenciar.
Nada más terrible. No solo que la muerte se haya dado, que la muerte sea algo irreversible. La noticia de tal muerte alivia su terror. Nada que alivie más que la voz, que la presencia, que la aparición ante lo público. Allí donde se da lo público, la palabra toma fuerza y el dolor la pierde. Mas el secreto perpetúa la traición de la muerte al ocultarla. La fiesta dionisíaca viste de vida lo que en realidad es muerte y excremento. Justamente en imitación de su Padre Nietzsche, quien vistió de fuerza y vigor lo que era proceso hacia la putrefacción espiritual, así los postmodernos celebran la falsa vida en las hogueras de la muerte silenciada.
No hay muerte que se pueda enfrentar sino evidenciándola y enfrentándola. Mas enfrentar la muerte es hablar de ella, no ocultarla bajo la celebración desesperada que se anega en sus cenizas. El postmoderno habla de la muerte en pasado, nunca en futuro: toda muerte es para él algo dado, él resurge ante la muerte-pero solo en la flaqueza de la voz, en la debilidad que se hace testigo de su donación-. Su falsa superación de la muerte hace que ya hable de la vida aún sin haber dado noticia verdadera de ella, celebrando su verdadera destrucción en la fiesta nocturna de Dionisos. No se puede hablar de la muerte, ella ya ha pasado-mas ella sigue aquí, está apenas en su inicio-. Y la lucha contra la muerte solo puede conseguirse mediante su exposición pública. La exposición pública quizás no cure las heridas de la muerte, pero nos pondrá en alerta ante aquella muerte que se calla y se oculta en la noche orgiástica. Por lo tanto, nada más necesario en nuestros días que luchar contra la flaqueza de la voz. Una voz que no por consciente se inclina hacia la desesperanza del silencio. Y mucho menos lo celebra, junto a aquellos que en la noche festiva e inconsciente toman el cuchillo y aprovechan el silencio para cometer sus crímenes. Es la hora de Apolo, no la hora de Dionisos.