Pocos dioses han sido descritos tan polivalentes como Apolo a quien se veneraba como la divinidad de la luz, la verdad, la poesía, la música, las artes, la curación, o la profecía. Y pocos de ellos han recibido tantos nombres cómo él: Pitio, Musageta, Febo, Latros…
Alumbrado en una isla flotante lejos de las iras de Hera y hermano mellizo de Artemisa, su carrera como dios fue una de las más conectadas al mundo humano.
Intervino con frecuencia en los asuntos de los hombres, participó en guerras, aunque jamás permitió que ningún humano se le equiparase a él o su familia, bajo pena de un severo castigo. (Se cuenta que mató a los catorce hijos de Níobe porque ésta alardeó de su superioridad frente a Leto, madre de Apolo, por haber tenido más vástagos que ella.)
Hijo de Zeus hizo honor a su ascendencia no sólo como todopoderoso si no también como amante de mortales, y como de casta le viene al galgo, gozó también de amores homosexuales.
Así pues el protector de las musas en su diario trayecto por el firmamento de Este a Oeste iluminando todas las criaturas de la Hélade, descubrió en una ocasión algo que a sus ojos brillaba más que el carro que le llevaba por los cielos. Ese algo era Jacinto, joven lacedemonio (procedente de Laconia, capital Esparta) príncipe espartano hijo del Rey Piero, o Amidas (no se sabe bien) y de la musa Clío. Su belleza rivalizaba con la del mismísimo Febo, el cual al verle quedó prendado de él. Se dice de Jacinto, que además de bello, era un muchacho dulce, gentil y cortés. De elegantes maneras y sensible. Ducho en la guerra, con gusto por el deporte y con temperamento artístico, portador de una voz dulce y poderosa.
Al verle Apolo decidió que él se encargaría de guiar al joven en el paso hacia la madurez a la par que disfrutaría del cuerpo y la hermosura del muchacho. (Lo que se contemplaba como la institución entre erómenos y erastés). Sin embargo el dios no las tenía todas consigo. Había otro candidato a los encantos de Jacinto. Éste era Tamiris quien tenía la excelencia en el canto y en el manejo de la cítara y la syrinx. Él había sido el mentor del príncipe en estas artes y compartía con él diversas actividades y juegos. Se le considera como al primer hombre que confesó su amor por otro varón de forma abierta. (No queda tan claro que el príncipe le correspondiera en los mismos términos).
Apolo celoso competidor no podía permitir que un mortal le ganara la mano, y menos un premio tan dulce como aquél al que aspiraba, así que difundió el rumor de que Tamiris se vanagloriaba de ser mejor artista que las musas. Al enterarse éstas, le persiguieron dándole caza, y como castigo le privaron de la vista, el habla y la memoria; lo que es una forma ligera de decir que le arrancaron los ojos, le cortaron la lengua y de alguna manera, le despojaron de su ser creativo. Tamiris se perdió en el bosque y el dios no tuvo que preocuparse nunca más. (Otras versiones cuentan que fue el propio Tamiris quien desafió a las musas y éstas le castigaron por su insolencia)
Así que Apolo se encontró con el camino libre hacia el corazón de su amor. Sin embargo, cara debería pagar la jugarreta que le hizo al maldecido por las musas, pues no era el último de los pretendientes de Jacinto, ni el menos celoso.
Ajeno a estas preocupaciones, Febo se dedicó a gozar del joven a la par que le instruía en los versos más finos y la más delicada música. También en el lanzamiento de Jabalina y en el tiro con arco utilizando las propias armas del dios. Él, protector, cumplía su cometido adiestrándole en todas las disciplinas y explicándole las reglas. De ahí quedó en Esparta instaurada la tradición gimnástica. Incluso también se dice que más de una vez condujeron juntos el carro solar. Después se dejaban renacer el uno en el otro, pues ni siquiera tanto ejercicio físico podía ahogar la pasión que sus cuerpos desataban en encuentros más íntimos. Para estar más cerca de él, Apolo abandonó su morada en el Olimpo y se trasladó al Parnaso. Menos lujoso pero más próximo al palacio del príncipe.
El dios de los dorados rizos lo tenía claro, deseaba pasar su inmortalidad al lado del joven espartano, y para ello quería hablar con su padre y pedirle un lugar para él en el Olimpo. Quería que tomara ambrosía.
Se dice que en rivalidad con Febo se encontraba Céfiro, dios del viento envidioso de éste por el amor de Jacinto, el cual había intentado todo lo posible por ser correspondido pero sin éxito, pues llegaba tarde al cortejo. Si malo es el despecho entre hombres, cómo no lo será entre dioses.
Una mañana se encontraban Apolo y Jacinto ejercitándose en el monte. Una vez más habían hecho el amor, y tras bañarse en el río y secarse al sol, untados en aceite de oliva practicaban con el disco. Era un disco de bronce, pesado, que el dios manejaba con facilidad probando las habilidades del mortal.
Cuenta Ovidio que Apolo enardecido por el juego cada vez lanzaba el disco más fuerte, y tan alto que cortaba las nubes en su trayectoria, pues Jacinto igualaba su destreza y alimentaba la competición. En uno de los lanzamientos apresurose Jacinto a recoger el disco al vuelo, sin saber que semejante acción lo conduciría al final de su vida, pues Céfiro celoso, sopló el disco para desviarlo de su trayectoria rebotando éste en la tierra antes de tiempo e impactando en la frente del joven espartano cuando se abalanzaba para atraparlo, provocándole así una profunda herida en la sien. Apolo angustiado corrió a socorrerlo. Buscó hierbas por los alrededores y utilizó todas sus artes curativas, mas ya era tarde.
La herida era profunda y hasta el hueso se encontraba abierto. Desesperado, intentó contener la hemorragia con sus manos, pero la sangre escapaba del cuerpo del muchacho como escapaban los sueños de amor eterno de Febo quien asistía desesperado a la muerte de su amado.
“Cuál mi culpa, aun así, salvo si al haber jugado llamársele
culpa puede, salvo si culpa puede, también a haberte amado, llamarse.
Y ojalá contigo morir y por ti mi vida rendir posible
fuera.” (Ovidio, Metamorfosis)
Impotente pese a todo su poder, estrechó fuertemente al muchacho entre sus brazos y anticipándose al designio de Hades, de su sangre vertida hizo brotar una flor. Flor que regaría con sus lágrimas convirtiéndola en un símbolo de luto. Así Jacinto viviría para siempre a salvo de emprender el Gran Viaje. Después, extendiendo su mano, hizo brotar todo el campo de Jacintos, llevándose un ramillete para poder tener esa flor consigo allá dónde fuera. Se cuenta también que enfadado con Céfiro, le transformó en viento para que no pudiera dañar a nadie más. (Según Pausanias, Jacinto y su hermana Poliboea fueron llevados al cielo por Artemisa, Atenea y Afrodita.)
Este mito, como todos, ha dado lugar a numerosas interpretaciones y lecturas. Yo me quedo con dos. La primera es que la historia pretende explicar la transición de niño a hombre de Jacinto encarnada en esa metamorfosis. Y la segunda es que ninguna acción, seas humano o inmortal, está libre de consecuencias, y Apolo vio su castigo por la jugada a Tamiris.
Pero, ¿y si fueras un humano cuyo poder sobre la tierra colinda con el de los dioses? Y si tu nombre fuera Emperador, y tu apellido Magno, ¿qué consecuencias tendrían tus pasiones, y cómo lograrías entregarte a ellas?, mejor dicho a ellos, sin que todo un imperio pusiera en duda tus capacidades de regencia...
Cuando me entere os lo contaré, mas no será una historia breve.
Revista Homo
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