Por Olga Carmona
"Si te arrancan al niño, que llevamos por dentro, si te quitan la teta y te cambian de cuento, no te tragues la pena, porque no estamos muertos, l
legaremos a tiempo, llegaremos a tiempo..." (Rosana Arbeló)Me he pasado la vida entera sintiendo frustración y malestar por sentir que no encajaba en casi ningún modelo o entorno social en el que he intentado vivir.Nada, o prácticamente nada en mi vida puede situarse en el centro de la campana de Gauss y ahora, a mis cuarenta y cinco he entendido que es hora, no sólo de dejar de intentarlo, sino que he decidido hacer apología de la diferencia, de mi diferencia.
Fui económicamente independiente desde que cumplí dieciocho, he viajado y vivido sola muchos años, me gusta el cine europeo en versión original, la playa en invierno, la literatura erótica y el sexo. Necesito el campo, el silencio y estar con mis perros. No como carne y me siento empáticamente vinculada a las criaturas no humanas de forma natural y desde que tengo memoria. Odio salir y tomar alcohol, pero necesito viajar y tocar otros mundos y espacios. Me dan exactamente igual los días de la semana pero necesito el sol.
No puedo hacer nada sin alma porque el aburrimiento me impregna entera. Mi vínculo con mis pacientes , que trasciende la relación terapéutica, un par de amigas-hermanas, mi compañero de vida, la existencia de mis hijos y la mirada de mis perras me alcanza para sentirme plena. El resto me llega como ruido.
Mi sentido de la justicia y mi intestinal rabia por un mundo tan sádico para con los vulnerables, me llevó a trabajar en dosorfanatos de la Nicaragua más hambrienta, tragando saliva al ver los cuerpitos desnutridos o violados de niñas en los que hoy veo a mi hija.
Nunca ahorré, jamás me creí el cuento del futuro dado que soy la única superviviente de tres hermanos. El presente es lo único que existe para mi y se me antoja espantosamente frágil. En esto llevo ventaja.
Tuve a mis hijos sin vocación de madre pero les deseé con la misma rotundidad con la que desee a su padre y enamorarme de este hombre hasta la médula fue lo que les trajo a mi mente y a mi cuerpo. Llegaron desafiando las leyes de la medicina y la estadística. Llegaron para convertirse en la experiencia más profunda y catártica de mi vida. Ninguna palabra ni definición alcanza a transmitir lo que su presencia me inspira.Les crié usando como modelo a otras mamíferas humanas y no humanas, dejando que el instinto y el cuerpo hablaran. Me gusta el lenguaje del cuerpo, intuyo en él una sabiduría limpia, me conecta con todo lo vivo y puedo saborearla cuando disfruto del sexo, cuando he amamantado a mis hijos y cuando me pego a ellos en la noche mientras duermen. Me gusta olerles y mirarles , me gusta escucharles. Adoro tocarles y abrazarlos.
Ellos también traían una nota que decía que no estaban dispuestos a formar parte de la normalidad y desde el día uno dieron señales de salirse del patrón. Hoy el mayor tiene diagnóstico del sobredotación intelectual, así que no va a poder conectarse con la media mediocre y normal, por más que yo me empeñe, que ya no lo hago.No les llevé a ninguna institución de aires colegiales y tampoco al colegio hasta que ellos lo pidieron, viajaron a lugares remotos antes de que les salieran los dientes ante las caras de desaprobación del mundo. Cocinan conmigo, vemos documentales de viajes en la cama, leemos cuentos para sentir y nos reímos de que las princesas también se tiran pedos.
No deseo que empiece el cole y me dejen en paz, ni que crezcan pronto y yo pueda “descansar”. Me importa un pepino que anden desnudos, que no se laven el pelo siempre que yo se lo diga, que se pinten el cuerpo con un rotulador o que coman entre horas. No les llevo al zoo a ver presos deprimidos ni al circo a ver la violación brutal que me sugiere un león pasando por un aro de fuego. Odio ver la infinita y perfecta belleza de un animal, sometida al estúpido ego de un bicho humano con problemas de autoestima o de inteligencia. Les llevo a los parques naturales y ven cómo se me hincha el pecho cuando veo pasar las cigüeñas.
Ya empiezo a darme cuenta de que somos marcianos en este pequeño y elitista gueto de clase media guapa en el que viven, lleno de niños rubios bilingües que crían las filipinas y las peruanas (menos mal) porque sus madres están ausentes, cuando trabajan y cuando no.
Mis hijos juegan a viajar en una caja mágica que les transporta al Taj Mahal y los otros niños se ríen de ellos y les dicen que eso es mentira y que sólo es una caja de cartón. Lástima de infancia, pero no se lo compro. Por supuesto que una caja de cartón nos transporta en el tiempo y en el espacio y si no lo ves es porque eres tonto o estás castrado.
La mayoría de sus madres, no me saludan.
Mis hijos van descalzos y con los pies negros y se visten como les da su santa gana y sentido de la estética, que casi nunca coincide con el mío. Ellos me gritan en la calle que me quieren y los otros, los normales, se quedan ojipláticos y les entra una risa nerviosa, avergonzada.
En esta imperfecta casa lloramos y puteamos y nos pedimos perdón y vamos creciendo, jugando juntos.
Tengo una hipoteca, pero voy a dejar de tenerla porque la empiezo a sentir como una faja que se me ha quedado pequeña y me impide respirar con normalidad, se me clava.
Yo lo que quiero es vivir sin nada que me atrape que no sean mis compromisos emocionales libremente elegidos y nutrir a mis hijos de mil experiencias diferentes y tomar su mano durante su recorrido vital y seguir enamorada del hombre brújula que me enciende y entiende, y celebrar la primavera y creer en los reyes magos y en las cajas mágicas y sacar a otra alma hermosa de la perrera y ver volar libres a los loros en Costa Rica, mientras tomo conciencia de que la vida solo vale la pena vivirla para ser y hacer feliz, no para encajar en ningún guión.
Porque además es mentira, quienes necesitan un guión es porque no son capaces de improvisar y la vida es purita improvisación. Se llama miedo.