Revista Opinión

Apología del Seny (en España y Cataluña)

Publicado el 07 noviembre 2014 por Polikracia @polikracia

Me gustaría comenzar esta reflexión presentando mis ideas con la sugestiva frase de un brillante y no suficientemente reconocido parlamentario: Don Ángel Ossorio y Gallardo, quien se decía profundamente español, fervientemente madrileño y muy adicto a las cosas de Cataluña, allá por 1932.

Un catalanista madrileño en Madrid… y por cierto, no especialmente revolucionario en sus ideas políticas. Algo así como un pingüino en un garaje, podríamos decir.

O quizás no tanto. Quizás no tanto si buceamos un poco en la historia del catalanismo, si leemos con atención a Francesc Cambó llamando con insistencia a la Concordia, si nos detenemos a analizar los numerosos trances históricos en los que el catalanismo ha compartido victorias y derrotas políticas con regeneracionistas y demócratas españoles de toda época y signo, si comprendemos que cuando en Madrid se gritaba “Libertad, Amnistía y Estatuto de Autonomía” no era el estatuto madrileño -precisamente- lo que se estaba pidiendo… y quizás no tanto si entendemos el catalanismo -también- como un proyecto de regeneración de España.

Eso es, o al menos, eso fue un día el catalanismo político. Un Jano bifronte que desde luego reivindicaba un justo reconocimiento de lo catalán y de sus elementos esenciales: la lengua, la cultura, el derecho civil, las instituciones de autogobierno etc pero que no se quedaba en la romántica celebración de una identidad determinada, sino que reivindicaba un papel activo y positivo para Cataluña en el proyecto -casi siempre por construir- del conjunto de España.

No puede más que hallarse esa actitud en las palabras del ya citado Francesc Cambó cuando hablaba de hacer armoniosamente compatible el hecho definitivo de una personalidad catalana con el ideal de una gran España, sentida por todos con igual efusión.

O, en tiempos mucho más recientes, reconocer esa idea en las palabras de todo un padre de la Constitución, catalán y nacionalista: finalmente, los catalanes hemos roto el dramático cerco de la singularidad. Cualquier proceso constituyente del Estado español ha venido marcado por la reivindicación autonomista que Cataluña protagoniza. […] Desde mi perspectiva nacionalista no puedo dejar de constatar, no sin emoción, que hoy coincidimos todos en la voluntad de poner fin a un Estado centralista; coincidimos todos en alcanzar, por la vía de la autonomía, un nuevo sentido de la unidad de España; y coincidimos casi todos en dar al reconocimiento de la realidad plurinacional de la nación española el sentido de un punto final a viejas querellas internas”

La historia del catalanismo ha sido la historia de diversas pugnas. La lucha entre el seny i la rauxa, entre el pactisme i el tot o res, entre la Catalunya endins i la Catalunya enfora…

De un tiempo a esta parte, el platillo de la balanza de la hegemonía dentro del catalanismo –entendido éste en sentido amplio- se decanta del lado de “aquellos que viven y acaban conociendo únicamente la Cataluña con la que sueñan”, en palabras de Joaquim Coll [@joaquimcoll] (coautor de un maravilloso libro titulado “A favor de España y del catalanismo”.

La hegemonía actual dentro del catalanismo, bajo la forma del “soberanismo”, termina produciendo y proyectando una Cataluña no real, amputada en su diversidad, simplificada en torno a un SÍ o un NO, una Cataluña que baja los brazos y parece dispuesta a renunciar a participar del proyecto de España. Proyecto que Esquerra y Convergencia Democrática (lamentablemente, los púgiles principales sobre la lona del catalanismo amplio) presentan como acabado, muerto, periclitado y sin solución de continuidad.

Curiosamente, o no, esta retórica coincide con la de la Espanya morta que usaron algunos nacionalistas para recrudecer sus discurso tras el desastre de 1898. Repliegue ante las crisis en torno a la versión más dura y esencialista de un “Mito” que necesita ser representado y actualizado colectivamente a través del “Rito”  (Durkheim)… que bajo mi punto de vista representa la cita del 9 de Noviembre.

He dicho al principio de este artículo que puedo tener y de hecho tengo, mucho en común con los muchos catalanes catalanistas que se mantienen fieles y sin disrupciones, a la doble naturaleza de su programa político: la esperanza de una Cataluña moderna, avanzada y fuerte (culturalmente, en lo político, en lo social, lo económico y en el ejercicio de su autogobierno) que ayude a impulsar al mismo tiempo una España moderna, avanzada y fuerte.

Tengo mucho en común con los catalanistas con los que celebro que el catalán sea una lengua sana y salva tras años de autogobierno y protección, una lengua de producción cultural y de uso diario y, por cierto, lengua que entiendo, leo y disfruto desde el mismo Madrid del curioso Ossorio y Gallardo.

Tengo mucho en común con los catalanistas con los que celebro la consecución del amplísimo techo competencial, sin parangón en toda Europa, del que disfrutan las instituciones propias de Cataluña tras la reforma del Estatut en 2006, mención hecha a la mejora de la financiación autonómica.

Tengo mucho en común con los catalanistas que piensan la España plural.

He dicho que tengo muy poco que ver con quienes no quieren que mis amigos catalanes y yo tengamos demasiado que ver. Es evidente.

Pero tampoco tengo nada que ver -pues los hechos políticos nunca se producen en el vacío- con quienes desde “Madrid”, bien por insuficiencia de altura política, bien por puro y duro y mal disimulado anti-catalanismo, no han sabido o no han querido dar respuesta a la desafección que llegaba, creciente, desde Cataluña. Silencios, sobreactuaciones y repetitivas reacciones legalistas (necesarias, pero totalmente insuficientes) que si no han dado munición al independentismo, sí al menos han contribuido a la idea de que “no hay nadie al otro lado de la línea” o peor aún: que lo que hay es la Espanya morta incapaz de relanzar un propósito de vida en común y movilizador de lo mejor de nuestras sociedades.

Me produce tristeza que al poco de terminar lo que Joan Triadú llamó “el siglo de oro catalán” (indudablemente se puede hablar así en términos políticos, económicos, culturales, de autogobierno y lingüísticos desde 1978), haya quien esté mirando tres siglos atrás –a 1714- alimentando una imagen de Cataluña perdedora, agraviada y dramática que nada tiene que ver con la Cataluña real.

Me produce tristeza que todavía hoy algunos sigan creyendo en una idea de España como Castilla ampliada. Que algunos, realmente, nunca hayan pasado de la primera mitad del artículo Dos de nuestra Constitución, ni a creerse que sí, que la nuestra es una nación de naciones, como expresaba el maestro Peces Barba al afirmar que la existencia de España como nación no excluye la existencia de naciones en el interior de España.

Seguramente, la que viene a continuación sea la única idea no discutible que podéis encontrar en este texto: en política, como en la vida, no hay nada perfecto.

Nuestra constitución no lo es, nuestro sistema político tampoco y además es normal que en el tablero de juego diario al que dan pie se produzcan fricciones e incomprensiones puntuales, como normal es resolverlas a través del diálogo democrático. Pero desde luego, no todo está mal, no todo está roto y  no todo necesita una enmienda a la totalidad (idea peligrosa que amenaza con prosperar en nuestros días).

Un poco de perspectiva, un poco de seny catalán y de discernimiento, en buen castellano. Tras el 9 de noviembre han de venir otras fechas mejores y tras los nefandos Artur Mas y Mariano Rajoy otros presidentes. Que nos asista siempre la diosa Razón.

Termino modificando un poco, más bien completando, la frase con la que termina su alegato Cambó en La Concordia: “Yo no puedo admitir que en España –y en Cataluña- la inconsciencia pueda ser general y pueda ser eterna”.

@alberto_ginel 


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