En estos tiempos de revisionismo continuo, cuando se escruta hasta lo más nimio del pasado de cualquiera para poder sacarle punta, la figura del periodista italiano Indro Montanelli ha sido objeto de un vandálico atentado en un jardín de Milán donde se levanta una estatua en su honor. Se le acusa de violador y racista por haber reconocido en una entrevista televisiva en 1969 que, durante su estancia en la guerra de Abisinia, llegó a casarse con una niña nativa de 12 años de edad. Fue en 1930, cuando el mundo era tan distinto a cuanto hoy contemplamos, sin restar un ápice a lo que para nuestros ojos supone tamaña barbaridad. Montanelli lo justificó entonces alegando que era algo que entraba en las costumbres de esas latitudes, es decir, la consumación de matrimonios tan prematuros. Entre los soldados italianos, que como él tomaron parte en aquella campaña bélica, era habitual mantener relaciones sexuales con mujeres africanas, incluso con edades tempranas. En 1938, el Estado fascista de Benito Mussolini prohibió estas prácticas, más por una cuestión racial que por la propia moralidad que entrañaban.
Montanelli llegó a comienzo de la década de los años treinta del siglo pasado a Abisinia, hoy Etiopía, ejerciendo su oficio de corresponsal de guerra. Pasado un tiempo adquirió el grado de comandante de un destacamento de tropas indígenas. Pronto abandonaría profundamente decepcionado esa aventura militar. Ahí comenzaron sus discrepancias con el fascismo. Se enroló en la Guerra Civil española, apoyando a los combatientes republicanos. Regresó a Italia y comenzó a trabajar en el Corriere della Sera. Viajó por una Europa incandescente en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, entrevistando a Adolf Hitler. De regreso a Italia, estalla la contienda y, en su propio país, sería encarcelado y condenado a muerte por los alemanes, que lo consideraban un serio conspirador contra el eje Berlín-Roma. Huyó a la vecina Suiza hasta que llegó el triunfo aliado. Viajó por la Europa del Este, siendo testigo privilegiado del proselitismo soviético. El aplastamiento de la Primavera de Praga lo reconfirmó en sus tesis anticomunistas. Pidió a sus compatriotas votar a la corrupta Democracia Cristiana, ante el riesgo de un triunfo del PCI, aunque fuera con la nariz tapada. Las Brigadas Rojas le dispararon en las piernas varios tiros porque lo consideraron un siervo del capitalismo. Había dejado ‘su’ Corriere y fundado Il Giornale con el apoyo de su entonces amigo Silvio Berlusconi. Rompió con el magnate cuando este emprendió su aventura política, abandonó ese diario y ya octogenario fundó La Voce, convirtiéndolo en torpedo contra la línea de flotación del Gobierno de Forza Italia. La iniciativa duró poco, regresando como columnista al Corriere al final de su longeva vida profesional.
Solo por escribir su inconmensurable ‘Historia de Roma’, Montanelli ya merecería estar en el altar de los más grandes de la Literatura. En ella deja patente la contradicción en la que suele estar sumido el ser humano a lo largo de su existencia. Es el caso de Julio César, un hombre tan mujeriego como acomplejado por su alopecia, pero inmenso como militar y estadista. Un poco de eso fue Montanelli a lo largo de sus 92 años de vida. Nació en Florencia y murió en Milán, donde vivió y escribió algunas de las páginas más sublimes del periodismo italiano. En 1991 le ofrecieron ser senador vitalicio, propuesta que declinó con la elegancia que siempre destiló, contestando por carta al presidente de la Cámara que “desafortunadamente, el ideal que tengo de ser un periodista absolutamente independiente me impide aceptar esta oferta tan halagadora”. Destruimos al otro cuando somos incapaces de imaginarlo, que escribió Carlos Fuentes La pintura roja con la que unos vándalos ignorantes, apóstoles de la iconoclasia, embadurnaron su estatua el otro día, no impedirá, sin embargo, que su legado perdure a lo largo del tiempo.