Revista Cultura y Ocio
La concepción del universo como un objeto cuadridimensional en el que espacio y tiempo se entretejen en un solo cuerpo es ficticia. Sin embargo, no por ello resulta completamente falsa. Por el contrario, esta representación ideal de la naturaleza es válida para efectuar predicciones, al convertir el universo en un solo objeto continuo del análisis de cuyas partes se puede obtener una información precisa y congruente sobre el todo.
Mas lo verdadero no ha de ceder a lo útil ni dejarse abrumar por su victoriosa fanfarria. La filosofía debe desenmascarar a la ciencia cuando los modelos epistemológicos de ésta se convierten en el fundamento de una ideología. Es así que el naturalismo metafísico ha hecho de este universo-individuo el único ser existente, el único cognoscible y el único digno de ser amado; lo real se ha travestido en el Gran Pan, el mayor de los idola theatri.
Ahora bien, si tomamos el universo como un inmenso tejido compuesto por todos sus momentos, vemos que los átomos de esta gran composición, las fibras del tiempo, están desunidos entre sí. Resulta evidente que los extremos de dos momentos contiguos no están en contacto, al no formar parte del mismo momento. Dicho de otro modo: no hay un solo instante común a dos instantes, al ser ambos mutuamente incomposibles. De haber un contacto real por el que dos momentos estuvieran vinculados y no meramente superpuestos, habría que considerarlos un solo momento.
Entre un instante y otro -entre T1 y T2- tampoco puede haber un continuo infinitesimal de instantes que actúen como nexo. Cabe, en efecto, formular idéntica objeción frente a estos supuestos mediadores, los cuales no podrían estar unidos entre sí ni, por tanto, procedería atribuirles el poder de unir nada en absoluto.
El espaciotiempo, concebido como un todo, no puede ser composible con sus partes, habida cuenta de que sus partes son incomposibles entre ellas. La suma de todos los momentos posibles no puede coexistir con determinado momento actual. Síguese de ello que la suma de todos los momentos posibles (i.e., el universo como un todo) no es un ser real, en tanto que éste es definido como aquel que es idéntico a sí mismo al menos en un mismo tiempo y un mismo lugar.
La conclusión de lo anterior es que el tiempo, percibido idealmente como un continuo, no es más que la yuxtaposición de momentos discretos, esto es, mónadas temporales incapaces de guardar entre ellas ninguna relación real. Si el universo in toto tuviera su propio momento total, los momentos parciales serían cuasimomentos, lo que implicaría definir el mismo término de forma contradictoria según el caso. En última instancia forzaría al que así obrara a elegir: o bien los eslabones del tiempo son momentos, pues se suceden entre sí, o bien la cadena misma es un momento sin sucesión, un momento eterno.
Entonces, si lo esencial en el tiempo fuera el cambio, habría que renunciar a que en dicho compuesto hubiera relaciones reales entre sus momentos, por lo que la unidad supuesta -el universo- sería imaginaria. Pero si lo esencial fueran las relaciones reales entre los momentos, entonces no habría otro momento que el universo en sí, y sería forzoso tener por imaginaria a la sucesión temporal, al estar todas sus partes en contacto.
Luego, salvo que quiera resucitarse el credo de Parménides, la única alternativa es sostener el carácter discreto del universo, entendido como un fantasma al que idealmente imputamos cualidades corporales. De modo que, finalmente, el naturalismo tendría razón en algo: no podemos cortar al todo por el mismo patrón que cortamos a sus partes, ya que son entidades distintas. La conclusión, empero, es la opuesta a la que el naturalismo ha querido ver. Así, lejos de ser necesario el universo y contingentes sus partes, comprobamos que sus partes son contingentes y el universo en sí ni siquiera es real, sino un constructo puramente humano.
Tras este análisis el mundo pierde su condición sólida para convertirse en una amalgama misteriosamente unida por el orden existente entre sus partes. Tal orden no puede ser un efecto de la interacción física, por lo que en justicia debe hablarse de un orden superior o metafísico que hace que la unión ideal de las secciones temporales del universo no sea una simple ilusión. Habría, pues, que estipular un dios trascendente que mantuviese en perfecta armonía el torbellino de las cronomónadas y permitiera al hombre fundar su conocimiento empírico en ellas como si sus relaciones fueran reales. Un dios intemporal e inmaterial, pero también un dios geómetra y conservador perpetuo de su creación.