En lo profundo del invierno, finalmente aprendí que había dentro mío un verano invencible. Albert Camus
Era mediados de enero. No veía nada a mi alrededor mientras cortaba camino hacia el edificio austero de psicología del otro lado del campus de Harvard. Una vez allí, me detuve frente a la puerta cerrada del despacho de mi profesor. Alcé mi mirada recorriendo los números de identificación en la planilla de la cartelera, columna por columna, y me resultó difícil ver con claridad lo que estaba ante mis ojos. Una vez más, mi ansiedad me había dejado prácticamente ciego.
Mis primeros dos años de facultad fueron infelices. Siempre sentía la espada de Damocles colgando sobre mi cabeza. ¿Si me perdía una palabra crucial durante una clase? ¿Si me pescaban desatento durante un seminario y no era capaz de responder una pregunta del profesor? ¿Si no tenía la oportunidad de corregir mi tarea por tercera y última vez antes de entregarla? Cualquiera de estas situaciones podría conducir a un desempeño imperfecto, a fallar, y a poner fin a la posibilidad de convertirme en el tipo de persona y tener el tipo de vida que visionaba para mí mismo.
Ese día, parado frente a la puerta de mi profesor, se materializó uno de mi mayores miedos. Fallé en conseguir una “A”. Corrí de regreso a mi habitación y cerré la puerta.
A nadie le gusta fallar, pero hay una diferencia entre un deseo natural a no equivocarse o fallar y un miedo intenso a fallar. El temor natural a equivocarnos nos puede motivar a tomar las precauciones necesarias y a trabajar con más dedicación para lograr lo que nos proponemos. Por contraste, el miedo intenso o la aversión a la falla o el error con frecuencia nos juega en contra, condicionándonos a rechazar el error con tanta fuerza y energía que no podremos tomar los riesgos que son necesarios asumir para crecer. Este miedo sobrecargado no solo compromete nuestro desempeño sino que además obtura la totalidad de nuestro bienestar psicológico.
Fallar es una parte inevitable de la vida y una parte críticamente importante de cualquier vida que pueda considerarse exitosa. Aprendemos a caminar cayéndonos, a hablar balbuceando, y a pintar una figura haciendo garabatos. Aquellos que temen con tanta intensidad equivocarse, terminan desaprovechando su potencial. O aprendemos a fallar o fallamos en aprender.
Para sumar tu reflexión, pregunto: siendo esto tan obvio, ¿por qué será que nuestras escuelas o el sistema educativo en el que crecimos no nos ayuda a aprender a equivocarnos?
Selección de Andrés Ubierna del libro Being Happy: You Don’t Have to Be Perfect to Lead a Richer, Happier Life, de Tal Ben-Shahar.