¿Puede
hablarse de una Educación de calidad, que no se ocupe de Aprender a convivir? Somos integrantes de diversas comunidades, desde la escuela, la ciudad, el país, y el mundo entero ¿Qué pensamos de esto?
¿Qué sentido le damos al término “Ciudadanía”? ¿Qué significa “aprender a ser
parte de una sociedad o a habitar el mundo?
Uno de los temas recurrentes que aparece en los debates sobre
educación en valores y para la ciudadanía es cómo lograr que el alumnado,
además de la información, reflexión y deliberación que proporcionan las
sesiones de clase, viva también experiencias reales de participación en la vida
de la comunidad: en la escuela, en los ámbitos sociales próximos y en espacios
lejanos de un mundo globalizado. Esa participación viva y real en la comunidad
es una experiencia formativa irrenunciable para una completa educación en
valores y para la
ciudadanía. Hemos aprendido bastante sobre la participación
del alumnado en la cotidianidad de los centros educativos: asambleas de clase,
trabajo por proyectos, alumnos mediadores y otras experiencias exitosas. El
interrogante se hace más preciso pero persiste: ¿cómo lograr la participación
formativa del alumnado fuera del espacio escolar?, ¿cómo conseguir su
participación en la comunidad social próxima y lejana? A continuación, y tras
plantear qué debe proporcionar la educación en valores y para la ciudadanía,
presentaremos la metodología del aprendizaje-servicio como un recurso
relevante para lograr una participación auténtica del alumnado en la comunidad,
una participación orientada al logro del bien común y a la adquisición de
valores y virtudes cívicas.
Aprender ciudadanía
La idea de ciudadanía parte de una constatación fundamental: no
podemos vivir en soledad, sino que necesitamos hacerlo junto a otros seres
humanos. Por lo tanto, es necesario decidir el modo en que deseamos vivir con
los demás, ya que no hay forma de escapar a la dependencia recíproca que nos
vincula unos a otros. He aquí la primera condición de la ciudadanía.
La idea de ciudadanía también implica que ese vivir con otros se
lleve a cabo en el interior de una comunidad política. No se convive de modo
aleatorio y sin formas establecidas, sino que la convivencia está ya pautada,
al menos hasta cierto punto. La ciudadanía tiene que ver con un modo de vida en
común organizado de acuerdo con principios y prácticas democráticas. Cuando
empleamos la expresión sociedad democrática nos estamos refiriendo a una
manera de organizar la convivencia basada en la legitimidad del poder, en la
generalización de las libertades, en la posibilidad de participar de las
decisiones políticas, en la ampliación de los espacios de deliberación y
controversia, y en la búsqueda de la justicia y de las mejores condiciones para
la felicidad de todos.
La idea de ciudadanía parte de un hecho primario, el carácter social
de los seres humanos, y de un principio de organización, la convivencia
democrática, pero exige también un modo de entender la relación entre el
individuo y la
colectividad. Esta relación puede basarse en el
reconocimiento de un conjunto de derechos individuales: la ciudadanía es un
estatus que da libertad y seguridad, dos derechos de entre los muchos que
disfrutan los individuos en una sociedad democrática. Pero la relación de los
individuos con la comunidad también se ha entendido a partir de las ideas de
pertenencia e identidad, de modo que la relación con la sociedad no se basa en
un estatus que da derechos, sino en la posesión de algo que nos es común y nos
une. Por último, también se ha afirmado que para ser reconocido como ciudadano
se requiere un esfuerzo de participación en la vida de la colectividad. Ocuparse
de las cuestiones públicas es la forma de entrar en la comunidad y de expresar
las virtudes que deben poseer los ciudadanos. Por tanto, la ciudadanía se
debate, pero a la vez tiende a armonizar tres dinamismos constitutivos distintos
y complementarios: el disfrute de derechos individuales, la posesión de algo
compartido que nos hace miembros y la búsqueda del bien común a través de la
participación en la vida pública.
Sin embargo, no nacemos siendo buenos ciudadanos, ni tampoco basta
con estar en una sociedad democrática para llegar a ser verdaderos demócratas;
nos hacemos ciudadanos de una democracia en buena parte gracias a la educación. Por lo
tanto, la Educación
para la Ciudadanía
se ocupará del aprendizaje de la vida en común en una sociedad democrática.
Dicho aprendizaje es un proceso que consiste en llegar a formar parte de una
colectividad tras haber alcanzado un buen nivel de civismo, o respeto por las
normas públicas, y en convertirse en un ciudadano activo: una persona que sabe
exigir sus derechos, cumplir sus deberes para con la comunidad y contribuir al
bien común. Es decir, un ciudadano que ayuda a mantener un espacio democrático
que haga posible la participación activa de todos en la formación de la opinión
pública, la toma de decisiones y la realización de proyectos cívicos. Esto se
hace en beneficio de una sociedad justa y democrática, que respeta el
pluralismo y las diferencias, que busca el entendimiento, el diálogo
intercultural y la resolución de conflictos y que promueve la paz y los
derechos humanos.
¿Qué es necesario aprender para apropiarse de esta idea de
ciudadanía? La educación a este respecto debe abordar los principales ámbitos
de la experiencia humana, así como el aprendizaje de saberes y virtudes que
exige cada uno de ellos. Considerar los saberes y hacerse con las virtudes que
derivan de los distintos ámbitos de la experiencia humana nos mantendrá atentos
a los derechos y los deberes que tenemos como ciudadanos, puesto que seremos
conocedores de lo mucho que nos une más allá de las deseables diferencias que
nos separan y estaremos dispuestos a aportar nuestro esfuerzo en beneficio de la comunidad. Los
ámbitos de experiencia humana que nos proporcionarán aprendizajes éticos y nos
formarán para la ciudadanía son el espacio del ser uno mismo, del convivir, del
formar parte de la sociedad y del habitar el mundo (Puig).
Con la experiencia del aprender a ser uno mismo nos referimos
al trabajo formativo que cada individuo realiza sobre sí mismo para liberarse
de ciertas limitaciones, para construir una manera de ser deseada y para lograr
el mayor grado posible de autonomía y de responsabilidad. En el hecho de
aprender a ser hay una doble tarea: construirse tal como se desea y utilizar la
propia manera de ser como una herramienta para tratar las cuestiones que
plantea la vida. Aprender
a ser es construir una ética del sí mismo: una ‘autoética’. Esta ética no debe
entenderse como una forma de egoísmo o de individualismo, sino como el producto
de unas condiciones históricas que permiten mayores grados de individualización
frente a la presión uniformadora de las éticas tradicionales de carácter
heterónomo.
La experiencia del aprender a convivir apunta a la tarea
formativa que hay que llevar a cabo para superar la tendencia a la separación y
al aislamiento entre personas, para recuperarse del exceso de individualismo
que lo valora todo en función del propio interés, para abandonar las imágenes
objetivadoras del otro, que lo representan como una cosa y que invitan a usarlo
como se hace con todas las demás cosas. Aprender a convivir es una tarea educativa
que querría liberar a los individuos de estas limitaciones, ayudarlos a
establecer vínculos basados en la apertura y la comprensión de los demás y en
el compromiso con proyectos comunes. Aprender a convivir es edificar una ética
de la alteridad, una ética de relaciones preocupada por crear vínculos entre
las personas: una ‘álter-ética’.
El tercer ámbito de experiencia humana se centra en el aprendizaje de
la vida en común. Aprender a formar parte de la sociedad es un proceso
que consiste en llegar a formar parte de una colectividad tras haber alcanzado
un buen nivel de civismo –o respeto de las normas- y hábitos públicos y
tras haberse convertido en un ciudadano activo. Es decir, una persona
capaz de requerir los derechos que le corresponden y, al mismo tiempo, de
sentir la obligación de cumplir los deberes y de manifestar las virtudes
cívicas necesarias para contribuir a la organización democrática de la convivencia. Por
tanto, el aprendizaje de la vida en común es el esfuerzo por llegar a ser un
miembro cívico y un ciudadano activo en una sociedad democrática y
participativa. Aprender a participar es trabajar por una ética cívica que nos
haga ciudadanos: una ‘socio-ética’. Un arte sin recetas que vale la pena
practicar si pensamos que los demás pueden tener razón.
En el cuarto y último punto, aprender a habitar el mundo, proponemos
un trabajo educativo que pretende dar un paso más allá de lo planteado en el
anterior apartado e implantar de manera reflexiva en cada joven una ética
universal de la responsabilidad por el presente y por el futuro de las personas
y de la Tierra. Se
trata de una ética de la preocupación y del cuidado de la humanidad y de la
naturaleza, que resulta totalmente imprescindible en un momento en que la
globalización se extiende por todos los ámbitos de la vida y en que la crisis
ecológica también se ha generalizado de manera implacable por todos los
rincones de la
Tierra. Aprender a habitar el mundo es adoptar una ética
global y ecológica: una ‘eco-ética’.
Autores
Puig Rovira, J. M., Gijón Casares, M., Martín García, X. y Rubio
Serrano, L.
APRENDIZAJE-SERVICIO Y EDUCACIÓN PARA LA CIUDADANÍA
En Revista de Educación, número extraordinario 2011, pp. 45-67