Una vez fui desfacedor de entuertos. Pagar, no me pagaron.
Pero me quedé con un lindo par de lecciones útiles. Y como también
me quedé con las cicatrices, nunca me presenté a reclamar nada.
Cuentos sin cuento, Jacobo Muchnik, Muchnik Editores
Empecé mi aprendizaje como mamoncete (lo de mamón vino más tarde y alcancé el virtuosismo, pero aquí sólo hablaré de aprendizajes fallidos). Según mi madre, le ponía interés y habría adquirido el grado de maestro si no me hubieran destetado tempranamente. El motivo creo que fue la falta de vocación de la maestra.
Más tarde, me quisieron enseñar el oficio de niño callejero. Para ello, me llevaron a un pueblo que reunía las condiciones adecuadas para que pudiera aprender con aprovechamiento; incluso no faltaba una iglesia a escasos quince metros. Y aunque apuntaba maneras, se confabularon contra mí los elementos, a saber: un perro, que siempre creí mi amigo; un exceso de expresividad, que me premiaron con un aplauso en la cara; y sobre todo la escasez del material indispensable para que el aprendizaje, e incluso yo, medráramos. Los maestros de nuevo, aunque en esta ocasión no por falta de vocación, dieron por finalizado mi aprendizaje antes de tiempo. Posiblemente el perro no intervino en esto, pero su mordedura en “donde la espalda pierde su casto nombre”, que diría un cursi, se ha quedado grabada en mi memoria, y puesto, que ocurrió en aquellas fechas, pues no lo iba dejar irse de rositas. Queda aquí constancia para que le sirva de escarnio allá donde tengan su última morada los perros.
En vista del éxito no obtenido, hubo cambio de estrategia y me postularon para aprender el oficio de alumno interno. A este aprendizaje dediqué nueve años con desigual aprovechamiento. En los primeros cinco, estuve apunto de obtener el título de oficial de primera en la especialidad religiosa. Destacando especialmente en el repique de campanilla durante la consagración y el pase del cepillo. Todo esto mientras el aprendizaje se hacía dando la espalda a los clientes y en una jerga llena de “pater noster”, “ora pro nobis”, “dominum vobiscum” y otras lindezas por el estilo. La cosa se torció a partir de que nos hicieron ponernos de cara a los clientes y hablarles en cristiano, que era lo propio. Resultó que los bancos y reclinatorios estaban llenos de personitas que en lugar de pantalones llevaban faldas y vestidos, el pelo algo más largo que nosotros, una sonrisa pícara en la boca y en los ojos un manual de instrucciones, difícil de descifrar, pero que nunca más he dejado de intentarlo. Parece ser que si continuaba la especialidad, me estaría vedado el estudio de dicho manual, a lo que dije que nones.
Dejé la especialidad religiosa e intenté la académica, con buen resultado el primer año, pero después, un esperado, pero no por ello menos nefasto, cambio de maestros, dio al traste con mi buena disposición. Quise ser aprendiz de interno matón, pero ni el físico ni la habilidad, colaboraron en el empeño y al primer intento me partieron la cara y me la llenaron de vergüenza y cicatrices. De las cicatrices se encargó el tiempo, de la vergüenza aun conservo las huellas. Con tanto cambio de especialidad, mis superiores decidieron expulsarme y me propusieron de nuevo para niño callejero, pero ya los años no cuadraban con el oficio y el pueblo se había convertido en gran ciudad.
continuará…