Dicen los que saben de esto que los movimientos de Nueva Era se pueden entender no tanto como nuevas formas de espiritualidad sino como una popularización light de la tradición esotérica occidental; se apropian de los discursos y nociones fundamentales de esa corriente subterránea que recorre la historia de Europa desde hace milenios, al tiempo que reniegan de dicha tradición y se reinventan bajo los impulsos subjetivos de líderes de “masas más o menos masivas”, lo cual depende del carisma pero también de los recursos mercadotécnicos de que disponga el líder en cuestión.
Este tipo de intervenciones locales en el tejido histórico occidental es una de las características esenciales de tales movimientos espirituales, de tal suerte que deriva un estampado multicultural de complejidad extrema e inclasificable; tal es la dificultad para catalogar la New Age como movimiento concreto y bien definido.
El conocimiento de lo trascendente se expresa en términos de estado elevado de conciencia y se establecen pautas diversas, en proporción directa al número de líderes, para acceder a él. Para la adquisición de este conocimiento, es frecuente recurrir a las conexiones con seres superiores al humano medio.
Estos seres superiores no sólo se diferencian del humano medio por una mayor capacidad cognitiva y emotivo-positiva, sino que tal superioridad también se expresa en lo físico por un refinamiento de la materia de que están constituidos, hasta el punto de que, en los seres más superiores se adivina una estructura molecular de carácter puramente fotónico, mediante la cual logran manifestarse en el mundo de los entes y actuar en el espacio-tiempo con completa autonomía.
No obstante dicha autonomía, el afán de servicio al humano medio que los impulsa a manifestarse en el espacio-tiempo les motiva a una renuncia absoluta a todo plan cósmico imaginable por vía realista o criterio “sci-fi”, salvo uno: que el humano medio disfrute a cuerpo de rey en el planeta Tierra.
Mientras que, en la tradición esotérica, los Maestros son humanos medios evolucionados tras largas encarnaciones caracterizadas por una actitud de enfrentamiento a situaciones que cualquier humano medio de hoy consideraría intolerables, y por una fuerza de voluntad creciente, cultivada y perfeccionada mediante duros y desalentadores, para un humano medio, esfuerzos, durante más encarnaciones si cabe, a lo largo de las cuales el Maestro se ha convertido en tal por la superación de los obstáculos que se le han interpuesto en el desalentador sendero que ha debido recorrer, con paciencia y humildad sobrehumanas –medias—, los movimientos de la Nueva Era acuariana desautorizan esta interpretación de la tradición esotérica occidental, coincidente en este sentido con la idea que sobre maestros e iniciados preserva la tradición oriental, por estimarla afín a un sistema de orden y control cuyo propósito sería el de tergiversar el que tales movimientos consideran auténtico sentido de la vida: atiborrarse de placeres materiales hasta el empacho para, en el momento de la muerte, reunirse por fin con sus allegados de luz y contarles, sonrisa fotónica mediante, la loca y desenfrenada historia de sus vacaciones en la Tierra.
Es así que, para los nuevos movimientos espirituales, los seres superiores no son seres humanos medios evolucionados durante lo que un humano medio entiende por agónicas estancias en el espacio-tiempo, sino inteligencias elevadas en sí mismas sin pasado y sin necesidad, consecuentemente, de desarrollo y trabajo interior. La interpretación permite una cosmogonía más alentadora y acorde al espíritu indolente del siglo.
Para ilustrar lo dicho, baste el ejemplo común de un maestro, o de cualquier iniciado, que lleva más tiempo del aconsejable sin haber probado bocado decente. De entrada, tal situación es inviable en el camino de un maestro tardo-capitalista, pues la prueba de su maestría no es otra que la abundancia permanente en términos materiales; se trataría, pues, de un farsante o de un maestro de la tradición esotérica. Sea como sea, éste último se caracteriza, a diferencia del primero, por dirigir su fuerza de voluntad no a la manipulación de las leyes físicas con el fin de que el universo trabaje para satisfacer su necesidad y eliminar la circunstancias desfavorables en que se encuentra temporalmente, sino para, aun pudiendo realizar tales manipulaciones, renunciar a ello y afirmar su capacidad de resistir los malos momentos sin desfallecer. En ambos casos desaparece el sufrimiento: en el primero, por modificación externa; en el segundo, por transformación interior de las nociones de deseo y necesidad.
Aquí podemos introducir el primer paso en la evolución de la conciencia desde el humano medio, inmerso en el sufrimiento, al humano avanzado, cuyo desarrollo posterior dependerá de su capacidad para organizar a la plantilla de servidores fotónicos en virtud de sus intereses –los del humano, entiéndase—y asegurarse de que cada uno de los seres empleados cumple con las labores de la rutina doméstica que le han sido encomendadas.
En esto, cabe ampliar el rango de ayuda cósmica, pues la multiculturalidad que rige la Nueva Era permite hablar de seres superiores, corrientes de energía, flujos de conciencia universal o incluso de Dios, en singular y en un marco monoteísta. Independientemente de cómo se conciba, si bien por ayuda directa de seres intermediarios o por la expresión de una corriente energética que fluye desde lo trascendente hacia lo óntico a través del humano como canalizador de un recurso impersonal, la característica común a este ejercicio de tolerancia cosmogónica es la misma: lo trascendente a disposición del antojo humano.
La mejor definición en este sentido podría ser la escuchada en el documental El secreto: el universo es un gran almacén de productos a tu disposición.
Esta interpretación permite una cosmogonía más alentadora y acorde al espíritu indolente del siglo.
Para que el humano medio goce y retoce a voluntad y sin límite establecido, y de esta forma haga méritos para, toda vez que ha sido comprendida su misión en el planeta y agotadas las posibilidades de expansión sibaritística en el horizonte terrícola, acceder a los siguientes niveles dimensionales de placer, es necesario que establezca contacto con los seres superiores con el fin de recibir el apoyo logístico necesario. De lo contrario, la existencia en la Tierra quedaría reducida a un contexto circunstancial dominado por el sufrimiento, resultado éste de no haber entendido el auténtico propósito liberador del hedonismo. En este sentido, la era del consumismo tardo-capitalista deja entrever, tras los velos que un no iniciado en los secretos de Acuario interpretaría ingenua y frívolamente como insustancial superficialidad materialista, las claves de ascenso espiritual que la humanidad ha buscado a lo largo de su historia y que, finalmente, son expuestas al alcance de todos.
Al alcance de todos, pero no exentas de tributos: las transferencias entre dimensiones tienen su precio, y la concesión de la ayuda “meta-empírica” se rige por las leyes del mercado global y los modelos de márketing directo. Por ejemplo, cada vez son más habituales las charlas gratuitas previas a talleres de fin de semana en las que, sin tiempo para reflexionar pues se realizan un viernes por la tarde, apenas unas horas antes de su inicio, se estimulan emociones con el fin de aumentar las inscripciones en talleres no sólo de sanación, sino incluso de meditaciones tasadas en cientos de euros.
Se trata de la privatización de lo trascendente; de la acotación de parcelas espirituales y la expedición de derechos de propiedad sobre los contenidos akáshicos. Un neoliberalismo que deja de ser ideología y se disfraza de ley universal; una reducción de la esencia humana a capacidad laboral de corte postfordiano, donde el iniciado de Acuario ejerce su trabajo y percibe el salario necesario para contribuir al funcionamiento de la sociedad consumista, y que se protege de la intrusión laboral al haber adquirido un título de especialización expedido por otros profesionales que lo capacitan como técnico en gestión espiritual.
Está fuera de todo sentido, por lo extremo de la diferencia y porque sólo existe una conexión lingüística al utilizarse una terminología común referente a lo “espiritual”, comparar esta actitud a la de los ejercicios sin coste de la tradición esotérica, entre cuyos ejemplos más conocidos encontramos las proclamas públicas a comienzos del siglo XVI, y no posteriores, referidas a la tradición rosacruz en este caso, y que se referían al anonimato y la acción desprendida de quienes actuaban secretamente como sanadores errantes a lo largo y ancho de Europa sin osar poner precio a sus dotes de curación, bien en el aspecto anímico o físico.
“Si alguien se ha declarado a sí mismo Rosa-Cruz o sufí se puede afirmar, sin necesidad de examinar las cosas más profundamente, que realmente no lo era”, escribía René Guénon en Apreciaciones sobre la iniciación, pudiendo extenderse la afirmación al ámbito general de la vivencia espiritual.
La principal característica del ideario de Nueva Era es, según lo expuesto, la concepción del principio trascendente como “un ente a la mano, al que le atribuimos participación en los asuntos humanos cuando ella nos parece conveniente”, en palabras del filósofo Hugo Eduardo Herrera, quien se refiere en realidad al uso particular del dios de las religiones monoteístas, pero cuya reflexión es aplicable al tema que estamos tratando. Como se acaba de mencionar, dioses, semidioses y criaturas celestiales de rango intermedio suelen quedar fuera de toda estructura jerárquica en los movimientos de Nueva Era, igualándose a efectos prácticos cuando se reduce su papel al de dispensadores.
Se trata de una imaginación de lo superior a imagen de lo inferior tergiversada por la ideología de dominio y control, del universo sometido al capricho humano.
Nos procuramos así una religión bajo control, con un Dios domesticado, capaz de seguir nuestras intenciones, de responder hasta a una cierta economía, donde sacrificios van y favores vienen o incluso viceversa.
Un dios hecho a imagen y semejanza de una sociedad perdida entre objetos y aferrada a los aspectos más superficiales de la existencia.
Atender a lo ónticamente indeterminado, a lo radicalmente otro, a lo oculto, al silente, sólo sería posible para quien está antes dispuesto a indeterminarse, a dejar de mirar la trascendencia al modo como se entiende el mundo inmanente, a no pensarse ya más un Dios disponible, un ordenanza; a no hacer de una ausencia, de un silencio, forzadamente presencia y parloteo. El deseo de control debe ser superado si se quiere tratar con la divinidad misma y no con una simple caricatura de ella
Hay dos aspectos muy significativos a tener en cuenta para percibir la ideología subyacente a esta presunta espiritualidad: por una parte, un antropocentrismo extremo; por otra, la reducción del papel cósmico de dioses y semidioses al simple servicio doméstico ejecutado por lacayos, doncellas y mayordomos.
Sería revelador estudiar la evolución de los dioses desde su papel de padres temidos a la vez que amados, provocando en ambos casos un serio pudor a molestarles con asuntos personales, a su disponibilidad permanente para satisfacer nuestros caprichos utilitarios y deshacer entuertos hogareños.
Si Dios anda por ahí en cualquier suceso, por más nimio que parezca, razonablemente el buen creyente se preguntará si un tal Dios puede existir o no es más bien un absurdo. Porque convendremos en que nada más que absurdo ha de ser un Dios que, por ejemplo, respalda a mi equipo de fútbol y no al contrario, a mi país en las batallas, no al otro, que me ayuda a mí a encontrar el trabajo, no a mis competidores, que si me equivoco es que no está, y si gano, es que estuvo.
El profesor de filosofía hermética Wouter Hanegraaf, en su libro New Age Religion and Western Culture, rechaza calificar a los seres superiores de la Nueva Era en términos de divinidades, seres espirituales o sobrenaturales, y prefiere denominarlos “meta-empíricos”, pues el concepto se acerca más a la idea de una realidad que va más allá del mundo percibido pero que está íntimamente ligada a él, permitiendo el contacto inmediato con ellos y la experiencia directa a través de los sentidos; en un sentido estricto, lo que trasciende lo sensorial no puede ser experimentado de tal forma.
De esto podrían hablar con más claridad los estudiosos de la mística, donde la experiencia es inexpresable, de ahí la riqueza simbólica y metafórica de los escritos relacionados con ese ámbito. No es lo mismo emocionarse a posteriori por haber participado en una conexión con lo espiritual que pretender participar en lo espiritual emocionándose. En la mística, la emoción es la consecuencia de una experiencia incomprensible; en la New Age, es el agente causante de un sentimentalismo desenfrenado.
Pero eso queda para una próxima entrada.