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Apuesta. [Relato]

Publicado el 29 abril 2010 por Icaro @ateneo

Cuando me llamó por teléfono se me escapó una sonrisa y, sin tan siquiera saludarla, no pude evitar preguntarle dónde estaba.

Cuando me contestó, tuve una sensación que no supe describir hasta pasados varios días. Extrañamente recordé momentos de mi infancia.

Cuando preguntó ¿Te he ganado? me pareció una hermosa y tierna criatura.

Cuando me dijo Ven, lo quiero ahora sonreí de nuevo y corrí a buscarla.

Cuando entré en el tren sentí que dejaba muy rápidamente la humedad de la ciudad. Saqué mi cuaderno de la cartera e intenté encontrar la mejor posición para escribir.

Cuando me descubrí pensando que ella había entrado en el mismo vagón que yo, dejé mi cuaderno, me estiré sobre el sillón y no supe qué pensar.

Cuando pude verla de frente, cuatro o cinco filas más adelante, caí en la cuenta de que esa chica, esa personita, me estaba calando, gesto a gesto, ademán tras ademán, y que cinco filas eran demasiado poco para semejante aventura.

Cuando tropecé a la altura de la tercera fila de asientos, lancé mis mejores faroles y por unos instantes dudé; sentarme frente a ella podía ser demasiado irreverente; aprovecharme del tropiezo podía convertirme en una simple bola de casino y en este caso si era rojo o negro, par o impar, debía descubrirlo yo.

Cuando me senté frente a ella, puedo asegurar que su pequeña, casi imperceptible, sonrisa me hizo flotar.

Cuándo!, cuándo!, cuándo!. Estábamos en un tren, la conversación era agradable, pero el camino corto, ¿los dos nos bajamos en el mismo sitio? Cómo se pregunta eso cuando alguien tiene el pelo, la cara, las manos, ¡las manos!, exactamente como te hubiera gustado a ti, dibujante frustrado, llegar a plasmar tanta belleza algún día

Cuando vi las palabras ¿Dónde vas? flotando frente a ella, se me cortó la respiración y entendí que en aquellos asientos nos encontrábamos tres almas, ella, yo y mi pasión.

Cuando una respuesta no es respuesta, que es invitación, el día, aunque esté atardeciendo, comienza de nuevo. Nos bajamos en el mismo sitio, ahora sólo falta saber si podremos subir a la misma altura. Un ¿fumas?, quizás lo arreglase.

Cuando caminaba tras ella, buscando un sitio donde dar unas caladas furtivas, no pude evitar estar contento y divertido pero, temiendo aguar la situación, al llegar al entre vagones me mostré serio y confundido.

Cuando mi certidumbre desapareció, las caladas eran más rápidas y nerviosas. Aquello era una pesadilla, pues no puede haber peor pesadilla que querer salir del mejor de los sueños.

Cuando se empieza algo se debe terminar, me decía mientras la miraba, ella escondida entre sus cabellos, agazapada, fumando y contemplando el suelo del vagón. Pero, ¿quién quiere terminar nada? podría quedarme en este vagón toda la tarde, toda la noche.

Cuando la noche llegó, palabras a borbotones, carraspeos inútiles y cigarrillos vueltos a encender y vueltos a apagar. Fuera y en marcha, todo era oscuridad. Ya no se veía nada pero, para asegurarme como Santo Tomás, me acerqué; ventana, más ventana y mi nariz se topó con su cara reflejada.

Cuando besé el frío vidrio con el mayor de los cuidados, vi una enorme y hermosa sonrisa. ¿Cómo puedes reírte si te estoy besando?, creo que dije.

Cuando nos dimos las manos intentando encontrar algo de luz fuera del tren, su mano me pareció nerviosa y sudorosa. Pensé en decir algo, puede que lo dijera, pero sólo oí detrás de su enorme sonrisa un ?anda, bésame?.

Cuando los besos se escapaban entre risas y caricias, miradas y silencios, empecé a contar la distancia que debía separarnos, decidí apostar, perderla o ganarla al instante. Propuse bajarnos en cualquier parada, en cualquier lugar que nos impidiera llegar a nuestro destino.

Cuando preguntas por un No, la respuesta nunca puede ser sí, mi pequeño ángel de la guarda. Estaba a punto de marcharse y parecía que el tercer inquilino también, ¿quien me enseñó a apagar cigarrillos entre vagones de semejante forma? Me marché a mi puesto de combate; bajas, orgullo herido, alma en carne viva, faltaban diez minutos para llegar.

Cuando apenas se ha sentado, sin recato, sin piedad, miento ¿te hago una apuesta? y, sin dejarla contestar, herido de muerte, rojo de rabia por dentro, pero por fuera blanco de cinismo, la espeto: A ver quien está mas lejos de aquí dentro de tres horas. Como esperando semejante disparate, la enorme y franca sonrisa y una respuesta. De acuerdo. ¿Qué nos jugamos?

Cuando hayan pasado tres horas, cualquiera de los dos llamará, dirá exactamente dónde se encuentra. Quien gane, podrá besar a su contrincante lo vea donde lo vea, se encuentre donde se encuentre. Tendrá ese derecho siempre.

Cuando la boca de metro amenazante indica el fin del trayecto, se paran, se dan dos besos y sonríen. Al menos he conseguido su número de teléfono, pero sé que no volveré a verla, aunque deseaba ganar la apuesta. Por el camino se preguntaba cuánta distancia recorrería ella.

Cuando no habían pasado todavía tres horas, ya pensaba en llamarla, en gritarla, en rogarla!!!!, pero Londres es demasiado frío, blanquecino y húmedo como para pensar en nada mejor que abrigarse. De repente sonó el teléfono y su número estaba ahí, reluciente en la pantallita de cristal, era ella y podría oírla otra vez.


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