No hay como el calor del amor...
A los bares acude uno sin ningún propósito. No hay una razón que valga más que otra. Ninguna que sustancie el motivo evidente porque el bar es un lugar fuera del tiempo y del espacio, como un sueño dentro de un cuento de Edgar Allan Poe o un fotograma de una película de David Lynch. No entro en la consideración etílica del bar, en su oferta de licores. Basta que un café amenice la lectura de un periódico mientras afuera, en las calles, los otros desoyen la llamada, prosiguen el despacho de sus cosas, como uno mismo, al pagar y abandonar el local, abastecido quién sabe de qué secreto alimento, habiendo cumplido un ritual antiguo. Yo es que soy muy de rituales y hay algunos de los que no sabría desprenderme. El del bar, solo o en compañía, según el ánimo, es uno muy literario, en el fondo. Hubo un tiempo en que solía quedar con la suficiente antelación. Aprovechaba el tiempo para escribir, cómo no. Sacaba mi libretita y acariciaba el lomo cómplice de las cosas, pensaba en asuntos que afuera ni sospechaba, me explayaba con mucho ardor en contar no ya qué veía, que era un mapa fiable de muchos países, sino qué estaba dispuesto a ver, hasta dónde podría involucrarme en ese aprivisionamiento de historias que, en ocasiones, solo te proveen los bares, qué lugares (ay) tan gratos para conversar o para mirarse adentro y entablar (cosa que pasa desgraciadamente tan poco) una charla con uno mismo. Hablar solos, ya saben, cosa de borrachos, aunque sea (y no siempre) de café.
Afuera se está mejor
No sé qué parte de la idea de un país no entiendo o si son todas y voy dejándome llevar por las impresiones, por el capricho de un gol de Torres o por la Historia que sabe uno y que le ha enseñado, al cabo, algo. La España de la que no sé zafarme es la que normalmente no se cita en la prensa ni está en boca de los patriotas, los fundamentalistas y los moderados, que de ambas ramas conozco. La España que me viene a la cabeza es la de los libros, no la cartografiada o la que me une a un ciudadano de Burgos más que a uno de Wichita Falls. Porque ya no es un obstáculo el idioma. Si en lugar de Burgos, elijo Sabadell o Sestao, me puedo encontrar con un vecino en lugar de con un familiar, pero ya digo que no comprendo bien la idea de territorio. Supongo que son las lenguas los que los marcan, y que a partir del consenso de una lengua, se izan las banderas propias y se mira con recelo o con abierta hostilidad las demás. Será que esa animadversión por lo ajeno, por lo que rivaliza con lo mío, es algo inherente a lo humano. Que no hay quien extirpe esa voluntad de quedar por encima, de que lo propio valga más que lo ajeno. Del desgraciado accidente ferroviario de anoche empezarán pronto a largar partes de bajas, insistiendo en las nacionalidades de los difuntos. Dirán si había cinco ecuatorianos o siete rumanos, si algún alemán estaba en los vagones. De los de aquí, por no caer en una estadística inútil, no dirán si eran de Málaga o de Badajoz. Ese dato no es relevante. Importan los países, toda esa rivalidad estabulada en fronteras, en himnos y en banderas. Porque no se sostiene que mis compatriotas se me arrimen con más afecto que los que no lo son. Tengo más en común con Paul Auster, pongo por caso, que con Juan Manuel de Prada. Vibro más con el blues del delta del Mississippi o con el jazz nórdico del sello ECM que con las bulerías o la copla. Falta que alguien me razone ese desquicio cultural y me haga sentir muy culpable, pero razonaría que uno se no sabe nunca qué va a deslumbrarle, si las cosas de casa o las del vecino. A mí me sigue pareciendo maravilloso que todas me fascinen y que no tenga, en la dieta de placer intelectual que me aplico, los prejuicios que probablemente maneje en otros asuntos. No rechazo lo español, no caigo en la torpeza de ningunear lo que se hace en España, no dejo de excitarme cuando algo fabricado aquí se me pone a mano y lo estrujo. En mi ignorancia, igual pierdo algo maravilloso que otros sí disfrutan. Pero esto de las patrias es como una especie de deslumbramiento al modo en que lo es el amor o la fe. Yo no me he sentido tocado por ningún numen interno o, al menos, ninguno que me haya hecho abandonar los de afuera. Yo creo que, pudiendo volver, afuera se está mejor. Aunque solo sea por el viaje. Y no he nombrado nada sobre el imperio o sobre la raza o sobre la música que planea sobre los soldados cuando, en las batallas, se ponen a darles patadas a un balón.
El desorden / Una pieza de especulación política
Me pregunto hasta dónde puede llegar el desorden. Si el caos, campando a sus anchas como suele, hará cuartel en la forma de pensar de un pueblo y malogrará su progreso. Si el desorden será al final un estado natural de las cosas y no nos importará ir sorteando los obstáculos, las injusticias que no nos han afectado, las que nos han perjudicado solo un poco, con tal de llegar a donde deseamos y poder cerrar los ojos y dormir con la conciencia tranquila. Siempre tendremos a mano la química. Alguien con mucha idea de estos contratiempos sabrá que recetarnos. Hay en el mercado farmacológico una oferta absoluta y todos los males tienen con qué aliviarse. La realidad será una ilusión procedente del grado de ebriedad que llevemos. Tóxico, será todo muy tóxico, pero sabremos cómo sobrevivir. Siempre sabemos.