Hacía tiempo que algo no le hacía tanta ilusión. Cartulinas azules y blancas, rotuladores negros y rojos y manos a la obra. “Por fin -pensaba para sus adentros- lo que yo decía, que había que hacer algo, que así no podíamos continuar”. Manuel dejó secos los rotuladores y le costó lo suyo idear cómo pegar la cartulina al palo para que sus peticiones se viesen desde lo alto. Ni siquiera sabía por qué ponía ese símbolo tan raro delante, pero lo había visto tantas veces en la tele que se imaginó era esencial. “Me voy a la plaza”, le dijo a su mujer.
Y con el orgullo que da estar participando en algo gordo, Manuel se encaminó hacía la plaza. Le temblaron las piernas cuando vio a su padre y sus amigos sentados en el banco de siempre. “¿Qué hay padre?”. Manuel padre ni contestó. No había nadie más. El trajín típico de señoras al mercado y niños con cartera al colegio. Veinte minutos. Una hora. Dos. Y Manuel seguía solo. “Solo se me ocurre a mí. En vez de ir a buscar trabajo… esto son cosas de los jóvenes de capital”. Y de repente, a sus espaldas oyó: “¿Que hay hijo? Tendrás que ayudarme. Yo no sé escribir esas cosas”.