Revista Cultura y Ocio
Conocí a Manuel una noche de agosto, sentado en el suelo de un bar, con los tejanos de marca manchados de polvo, colillas y queso fundido. Sostenía con cierta precariedad un chato de vino vacío, y me fijé en sus manos blancas, suaves, como de pianista. Si no fuera por el brillo desafiante de su mirada turbia, no hubiera sido fácil distinguir a Manuel del desconchado en la pared, justo a su derecha. Parecía temblar ligeramente, aunque en el local atestado de gente hacía mucho, mucho calor. Murmuraba como en sueños una letanía extraña, plagada de cientos de ojos que -decía- le inquietaban porque podían verlo por dentro. Ante esos ojos se sentía transparente. Y eso le asustaba.
Manuel quería ser duro y excepcional, como el vampiro Blade, el que camina en la luz . Pero le sucedió lo que a tantos: una vez conoció a alguien capaz de mirarle con ojos maravillados, hasta que un día ese alguien le abandonó. Él no pudo soportarlo y empezó a beber. Había algo romántico (por estúpido y sentimental, aunque también respetable) en la obsesión de Manuel por negarse a sí mismo, una y otra vez, cualquier posibilidad de consuelo. Quizás exista un nombre técnico para esto, una taxonomía. En todo caso, sus cambios bruscos de humor provocaban entre los parroquianos una mezcla incómoda de lástima y asco, que a menudo vi reflejada en los ojos de la dueña del bar. A mí Manuel, en el fondo, me daba mucha pena. En definitiva, él no es nada más que otro ser humano con problemas, alguien que antaño fue amado y feliz, como lo hemos sido o podemos volver a serlo tú o yo. Aún me pregunto qué me impulsó a acercarme a él. Quizás fuera el simple capricho de entretener la soledad con algo distinto o quizás yo, sin saberlo, buscaba en él las respuestas que, por aquel entonces, la luz no podía darme. Aquella noche me senté junto a él y compartimos unos vinos. Hablamos durante el tiempo que tarda en acabarse una botella a dos manos y en algún momento, de madrugada, creí vislumbrar en el fondo de sus retinas un reverso brillante; el recuerdo de lo que alguien pudo llegar a descubrir en sus ojos, mucho antes de la ausencia.