Revista Filosofía

Apuntes para una historia del sentimiento de vacío

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
   “La vida es, por lo pronto, un caos donde uno está perdido”, dejó dicho Ortega y Gasset. Es un caos porque en el mundo al que hemos sido arrojados están mezclados indiscriminadamente el bien y el mal, lo justo y lo injusto, lo bello y lo feo, la vida y la muerte. Es un caos porque de nada que esté hoy aquí ante nosotros podemos asegurar que siga estándolo mañana. Decía Heráclito, y decía bien, que todo fluye, que nada es lo suficientemente firme y estable como para que sobre ello podamos edificar un ser con garantías: todo lo que es, tarde o temprano acaba dejando de ser.

Apuntes para una historia del sentimiento de vacío

Ilustración: Samuel Martínez Ortiz

    Pero el hombre no está hecho para habitar en el caos, su vida no es compatible con un absurdo que se prolongue o extienda en demasía. Así que desde siempre se ha puesto a la tarea de poner orden y sentido en las cosas. Para llevarla a cabo, los hombres inventamos primero el pensamiento mítico. Eran los tiempos de la magia, el primer instrumento de que dispusimos para intentar domesticar un mundo que a duras penas nos sostenía, porque, efectivamente, las inaprensibles dicotomías o paradojas en que estaba dividido nos zarandeaban, y porque todo cambiaba o desaparecía sin cesar. Los primitivos chamanes propusieron que de vez en cuando había que regresar a los orígenes, y pusieron en marcha liturgias de reparación, de ritualizado (y delirado) acceso periódico al mundo original, en el que, supuestamente, todo había sido ordenado, previsible, sujeto a norma. Todo en el hombre primitivo estaba regido por la ley del eterno retorno, que una y otra vez purificaba el caos, devolviendo lo que había cometido el error de adentrarse en el transcurrir del tiempo (en la realidad) a la limpieza de los orígenes. Hubiera valido para resumir la cosmovisión de los chamanes aquella sentencia de Baudelaire según la cual “la verdadera realidad solo está en los sueños”. En los sueños, es decir, en el mito, en el delirio. La otra realidad, la tangible y evidente, era, precisamente, aquel entorno caótico del que se trataba de huir.    Los griegos aportaron un nuevo elemento con el que tratar de regular el caos que reinaba entre las inconsistentes cosas, y que hasta entonces había estado subordinado a los presupuestos del pensamiento mítico: ese instrumento era la razón, el pensamiento abstracto. Gracias a esta nueva herramienta, se hacía posible agrupar las cosas en conceptos o ideas, remitirlas a su naturaleza o ser genuino, haciendo que esas cosas se volvieran previsibles y que el mundo adquiriera estabilidad y orden. Si uno veía por primera vez una mesa concreta, sabía que lo era porque contaba con la abstracción previa, con la idea de “mesa”. De esa forma, no estaba obligado a elaborar cada experiencia que tenía como si fuera la primera vez, porque contaba con ideas, con abstracciones que permitían generalizar a partir de experiencias previas. Y si algo cambiaba, podía concluir que esos cambios afectaban solo a lo aparente, que por debajo de ello discurría la naturaleza de esa cosa, la cual sobrevivía a todos los cambios. El caos quedaba así domesticado.    Pero esas generalizaciones que lleva a cabo la razón, que hacen pensar que hay una naturaleza que permanece debajo de lo que cambia, tenían, y siguen teniendo, trampa: no toda experiencia cabe en conceptos previos, en ideas generales, en domesticadoras abstracciones. Antístenes, el primer filósofo cínico de la historia, objetaba a Platón esa tendencia a generalizar (a remitirse a la naturaleza de cada cosa) por la cual había optado el fundador de la Academia: "¡Oh, Platón!, el caballo sí lo veo; pero la equinidad no la veo", le decía. En la actualidad, Nassim Nicholas Taleb, el creador de la teoría de los cisnes negros sobre los sucesos altamente improbables, ha puesto un ejemplo brillante e irrebatible sobre la inconveniencia de fiarse demasiado de las generalizaciones que hace la razón: el del pavo que vivía plenamente confiado en su corral, puesto que había concluido que su amo era amable y bondadoso, y por eso todos los días le cuidaba, le daba de comer y procuraba su bienestar. Durante el año en curso, dispuso de muchos días para hacer una generalización suficientemente sustentada, al parecer, en esa reiterada experiencia. Sin embargo, la víspera del Día de Acción de Gracias apenas tuvo tiempo de reparar en que sus presupuestos, la generalización que había llevado a cabo, le había conducido a conclusiones tremendamente equivocadas: ese aciago día pudo llegar a tener un perentorio atisbo del error de sus generalizaciones, de la abstracta idea de que tenía un amo bueno y cariñoso, mientras este le cortaba el gaznate para preparar la comida del día siguiente.    La razón, los conceptos, la generalización, la naturaleza de las cosas, pues, resultan ser un instrumento insuficiente para conseguir instalarse en la sensación de que esas cosas, el mundo, la vida, tienen sentido, consistencia, están ordenados hacia un fin que habrá de resolver sus desajustes, sus insuficiencias, su futilidad. Tarde o temprano, el absurdo se acaba mostrando más poderoso que la razón. Menos mal que para cuando llegaran esos casos en los que aparece el desfallecimiento, la desesperanza, la confirmación de que la realidad es irracional, los judíos habían trabajado intensamente, incluso antes que los griegos, con el fin de obtener un instrumento más con el que oponerse al absurdo de las cosas: la fe. De esta manera, cuando todo lo demás fallaba, cuando solo quedaba sitio para la desesperación, la fe les permitía seguir adelante, confiados en que, aunque la razón hubiera agotado ya sus posibilidades, había más allá de ella un sentido en las cosas, incomprensible pero real. Para el caballero de la fe, como Kierkegaard lo llamaba, el motivo que le llevaba a actuar en la vida, a seguir adelante pasara lo que pasara, no lo cifraba en los resultados que pudiera esperar de sus acciones (estos, tarde o temprano, y a la hora de la muerte lo más tardar, desembocaban en el absurdo), sino en sus principios, en su sentido del deber: las cosas se hacen, dice el hombre de fe, no porque gracias a ellas vayamos a obtener un premio o a evitar un castigo, sino por sentido del deber; apoyándose, pues, en los principios que habitan en lo interior, no en los resultados externos, en lo que ocurra o deje de ocurrir ahí afuera; en sí mismo, no en la (caótica) realidad objetiva. La fe es lo que permite creer en lo que no se ve, en lo que no muestra la realidad objetiva. Y así, decía Kierkegaard que “la fe (…) es esa paradoja según la cual la interioridad es siempre superior a lo externo”. Y también que “la subjetividad es la verdad; la subjetividad es la realidad”. Y resumía, en fin, su propuesta de esta forma: “Si se quiere aprender realmente algo de las nobles acciones realizadas por los hombres, es menester prestar atención a los comienzos. Porque, evidentemente, ningún hombre podrá emprender jamás ninguna acción si ya desde el principio trata de juzgarla según el resultado”. También Lutero, otro propagandista de la fe, había dicho: “Pórtate como si no hubieses oído jamás hablar de la ley, y penetra en las tinieblas donde ni la ley ni la razón te iluminan, sino donde luce tan sólo el enigma de la fe”. Resumamos lo dicho hasta aquí: el mundo, la vida se nos presenta, para empezar, como un caos, como algo absurdo. Pero puesto que no nos es posible vivir una vida absurda, oponemos a esa constatación externa algo que procede de nuestro interior, dos cosas concretamente: la razón y la fe (una vez superadas las propuestas delirantes del pensamiento mítico). San Agustín había llegado a esa misma conclusión: “En el interior del hombre habita la verdad”, decía. Frente al caos de la realidad, la razón y la fe, esas potencias interiores, eran depositarias de la verdad, es decir, del sentido. Hasta donde pueda ayudarnos la razón, habremos de seguir su pista; y para cuando esa razón resulte insuficiente, seguiremos adelante en la vida empujados por la fe, por los principios, por el sentido del deber al cual nos convoca nuestra conciencia, nuestra “voluntad de sentido”, como la llamara Viktor Frankl. De una u otra forma, pues, con la ayuda de la razón o de la fe, la vida tendrá sentido.    Cuando en el siglo XIII llegó Santo Tomás, la razón había adquirido preeminencia. Incluso el de Aquino concluyó que no había contradicción entre las verdades de la razón y las verdades de la fe. El espíritu del pavo de Taleb se revolvía inquieto ante esas afirmaciones. Así que tuvo que llegar Guillermo de Okham poco después a poner las cosas en su sitio: las generalizaciones de la razón, vino diciendo, no existían, solo existían los individuos, las cosas concretas. Conceptos como el de “bosque” solo eran un invento de la mente, un “flatum vocis”, un “soplo de voz” (una simple palabra); lo único realmente existente eran los árboles individuales. Dicho de otra forma: la realidad, desasistida de las generalizaciones que hace la razón, a partir de Ockham definitivamente desprestigiada, volvía a ser absurda… Pero ¡un momento! Para Ockham seguía vigente la otra fuente de verdad, de esa verdad que habita en lo interior: la fe. La vida seguía teniendo sentido aunque la razón hubiera quedado fuera de juego, aunque, como llegó a decir Lutero, un okhamiano estricto, la razón se hubiera convertido en “la ramera del diablo”.    Guillermo de Ockham fue un revolucionario, el auténtico heraldo del humanismo y del Renacimiento, que irrumpieron a raíz de esa traslación del individuo al primer plano. Y también enraizaron en élel empirismo y el experimentalismo, es decir, la atención a los hechos concretos, más allá de los prejuicios y las verdades preestablecidas (de los “flatum vocis”); a partir de ahí llegaron el método científico, la revolución científica, la revolución tecnológica, la revolución industrial… Es decir, que el escepticismo respecto de lo que proponen las verdades de la razón ha sido, evidentemente, muy fecundo. Occidente existe porque un día empezamos a dudar de la razón y atendimos a los hechos individuales y concretos. Dicho de otra forma: nos atrevimos a confrontarnos con el absurdo.    Nos quedaba la fe, que Ockham y sus seguidores, los protestantes, habían dejado perfectamente habilitada y operativa. El mundo, la vida seguían teniendo sentido pese a todo; aún mantendría su vigencia esa verdad que habita en lo interior cuando la realidad exterior se mostrase absurda, tributaria del azar, decepcionante, descorazonadora... Irracional. Sin embargo, con la llegada de los tiempos modernos, la fe se fue esfumando, despareciendo. Cuando Nietzsche concluyó que Dios había muerto, quiso decir que llegaba una larga época donde había de reinar el nihilismo, porque, al fin y al cabo, “Dios” equivale a decir que “las cosas tienen sentido”, y que se hubiera muerto quería decir que son definitivamente absurdas. Cuando los románticos se revolvieron decepcionados contra un mundo que les parecía absurdo y decepcionante, y quisieron regresar a lo interior, ya no estaban allí ni la razón ni la fe; solo encontraron las emociones. También regresaron en buena medida a los planteamientos prerracionales del pensamiento mítico, a los, como Baudelaire los llamó, “paraísos artificiales”, ensoñaciones que, a menudo ayudada por las drogas, era capaz de alumbrar una imaginación que ya no estaba guiada por la razón sino por aquel pensamiento mítico. Volvió a estar vigente aquella cosmovisión chamánica que Baudelaire enunció cuando dijo que “la verdadera realidad solo está en los sueños”. Finalmente, la verdad, la verdad de la razón y de la fe, incluso la del delirio que las había desalojado, dejó de habitar en lo interior, y el hombre se rindió ante el absurdo.    El nihilismo, la confirmación de que no existe la verdad, de que la vida es absurda y todo existe por azar, es la declinante forma de pensar característica de nuestro tiempo. Cuando el hombre mira a lo interior ya no encuentra allí, como encontraba San Agustín, el hábitat de la verdad, sino el vacío. El sentimiento de vacío es la pandemia de nuestro tiempo. De ese sentimiento de vacío, de rendición ante el absurdo, es de donde fundamentalmente brotan los trastornos psíquicos, la adicción a sustancias tóxicas o los suicidios. Y si parecen brotar de algún complejo, trauma o debilidad, estos habrán actuado solo como desencadenantes, como demuestra el hecho de que únicamente encontrarán solución cuando el sentimiento de vacío concomitante quede contrarrestado, es decir, cuando la vida tenga sentido.    Según datos de la Organización Mundial de la Salud y el Parlamento Europeo, los trastornos mentales y los trastornos ligados al consumo de sustancias son la principal causa de discapacidad en el mundo; provocan cerca del 23% de los años perdidos por discapacidad. Solo la depresión es causa del 12 % de las bajas laborales, y se espera que para el 2020 la depresión sea la causa de enfermedad número uno en el mundo desarrollado. En la Unión Europea, 18,4 millones de personas con edades comprendidas entre los 18 y los 65 años padecen cada año una depresión importante. El coste social y económico de la enfermedad mental se calcula en torno al 4% del PNB de la Unión Europea. Las enfermedades mentales suponen el 40% de las enfermedades crónicas, y su impacto sobre la calidad de vida es superior al de otras enfermedades crónicas como la artritis, la diabetes o las enfermedades cardiacas y respiratorias. Asimismo,cada año se suicidan más de 800.000 personas, y el suicidio es la segunda causa de muerte en el grupo de 15 a 29 años de edad, por detrás de los accidentes de automóviles. Hay indicios, por otra parte, de que por cada adulto que se suicida hay más de 20 que lo intentan. Una de cada cuatro personas padecerá una enfermedad mental a lo largo de su vida. La psiquiatría actual busca sobre todo anomalías fisiológicas o genéticas que den razón de todos estos trastornos, pero en su gran mayoría son las secuelas de aquel vacío que, sustituyendo a la verdad que aportaban la razón y la voluntad de sentido, ha venido a habitar en lo interior.

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