Rosa Amelia Asuaje.
Desde el Granero del Mundo, como fue conocida Argentina por años, reflexiono frecuentemente sobre la abundancia, un asunto que a los venezolanos nos golpea suficiente en los últimos tiempos. Sea por el contrabando de extracción, por la llamada Guerra Económica, por la carencia de divisas para adquirir alimentos y medicinas o por la inexistencia de un aparato productivo nacional, en Venezuela no se puede hablar de abundancia de nada, salvo de viveza criolla para desangrarnos unos a otros.Cada vez que voy al supermercado aquí y encuentro de todo, y mucho más de lo que necesito, me entra un sentimiento de culpa sobre lo que aquí puedo comprar y que resulta siendo más de lo que requiero para vivir. Al respecto hallo sentimientos encontrados entre el consumismo excesivo al que nos habituamos en los años de Bonanza Petrolera y la amargura que se siente cuando no podemos encontrar un medicamento, por ejemplo. Aquí hay mucho más de lo que alcanzan los ojos para escoger. Hay tanto y tanta gente sin poder acceder a ese mercado atractivo del ofertante que sonríe mientras te vende cualquier cosa inservible que no sé si es justo vivir así. Desde luego que cada quien responderá lo que estime como verdad, pero el asunto de lo que nos sobra, lo que nos basta y lo que nos falta es para sentarse a pensar en qué requerimos para mantener esa zona de confort que los venezolanos perdimos sin darnos cuenta, pues el deterioro de nuestras vidas, si bien había empezado hace un tiempo, en el último año se ha acentuado con más crudeza.
La madrugada en que llegamos del aeropuerto a la casa de mi hermano, mi cuñada había preparado de comer y nos esperaba con la mesa puesta. Recuerdo que sobre ella había servilletas y que mi hija y yo no nos animamos a tomar una para limpiarnos; ninguna de las dos lo habló con la otra pero la austeridad sembrada en nosotras estaba operando inconscientemente y nos reservamos el usar algo que en nuestras mentes es muy difícil de hallar o muy costoso en Venezuela. Recuerdo que al día siguiente lo hablamos y las dos coincidimos en que había sido una “medida de austeridad” de las tantas que ya nos habíamos inoculado en la cabeza.
Con el pasar de los días y ya a un mes de haber arribado a estas tierras de trigo y carne, yo sigo siendo austera en mis costumbres y eso le causa una particular gracia a quienes me ven cortando las frutas que compro para “rendirlas más”. Es como si tuviera un freno en mis apetencias, también devenido de la profunda reflexión sobre la injusta necesidad que a veces nos creábamos para comprar algo. El mercado siempre será implacable con nuestras carencias afectivas para vendernos el último perolito que brille y para hacernos sentir alegres por cinco minutos. Pero también es justo reconocer que cuando en un país no hay medicamentos neoplásicos -más allá de que estemos de acuerdo o no con la quimioterapia como opción curativa- se empieza a morir la gente y eso es muy serio.
Creo que hay que estar muy conscientes de nuestra crisis económica sin evadirnos en la autocensura, so pena de parecer poco solidarios con nuestros gobernantes, pero la verdad es que mientras vivimos en los tiempos de las vacas gordas, nadie se acordó, ni Chávez, ni su gabinete de turno, ni nosotros mismos como grandes irresponsables, de que era preciso ser cautos porque como bien se viene advirtiendo desde hace años -el mismo Fidel Castro lo ha dicho hasta la saciedad- el petróleo es un recurso finito y sustituible. Ahora vamos a los huertos urbanos cuando no hay más nada qué comer, cuando eso debió asumirse desde hace más de una década. Nos reíamos de los gallineros verticales y ahora los disfrazamos de brocolis y pimentones sembrados en macetas.
Yo no sé si está bien que aquí en este país haya tantos saborizadores de carne o decenas de marcas de papel higiénico, lo que sé es que hay cientos de personas en Argentina marginados del sistema a quienes esas marcas no les llegarán jamás. A esos cartoneros de Buenos Aires no se les asoman las medialunas con café con leche, pero también sé que vivir en un país de anaqueles vacíos -por falta de previsión- hasta vencer al “enemigo del gran Imperio” es un error epistemológico de un proceso político donde hubo Socialismo del siglo XXI mientras hubo plata para pagar la franquicia.
Con tristeza veo desde aquí que cada vez que mis amigos o mi familia -todos de izquierda- se refieren a Venezuela, se les hace un mohín involuntario en el rostro que no es necesario decodificar. Somos un problema como proyecto abortado y eso da mucha piquiña a la izquierda latinoamericana que vive con sus anaqueles full aunque también cuenten con una franja importante de “descartables” del sistema. Creo que casi nadie se anima a seguir preguntándome por el Socialismo del siglo XXI, menos mal que ya nadie me habla de eso, ahora me miran y es un silencio atroz el que abarca a mis interlocutores y a mí hasta que alguien dice: “Ché, ya se viene el otoño”.