A los chavales, que ya sabíamos que tiempo atrás éste había sido también el camino por el que nuestras madres habían transitado rumbo al río con sus tajos y sus baldes de ropa al hombro para lavarla, nos gustaba acercarnos de vez en cuando hasta este paraje del pueblo, sobre todo en verano, cuando el frescor del río y las sombras de los árboles aledaños propiciaban un ambiente muy adecuado para poder soportar los potentes rayos de sol y las temperaturas tan elevadas del estío mesetario por aquellos pagos.
Nos apetecía además, puesto que la distancia no era mucha, ir andando despacio, contemplando mientras caminábamos los campos ya granados y dispuestos para la recolección que, en ocasiones, el escaso viento era capaz, no obstante, de mover conjuntamente sus cañas y sus espigas cual si fuesen pequeñas olas del mar, extasiándonos en su contemplación durante varios minutos.
Y es que, hilando pensamientos, siempre nos habían dicho en casa que algún día nos llevarían hasta Santander para ver el mar. Y también la maestra nos había dicho que lo más parecido a las olas del mar, y que teníamos cerca los habitantes de tierra adentro, eran las espigas de cereal de nuestros campos movidas por el viento del atardecer, antes de su recolección. Y nosotros, allí en aquellos campos del pueblo, percibíamos cómo todo aquello era verdad.
Y estando en medio de estas observaciones, en ocasiones advertíamos cómo del interior de algún grupo de zarzas del camino, salía disparado algún pájaro que, por curiosidad inmediata nos hacía investigar en el interior del follaje por si descubríamos su nido; lográndolo casi siempre, lo que nos hacía pensar una vez descubierto que, a pesar de iniciado el verano, allí la naturaleza parecía ir todavía un tanto retrasada aquel año.
Llegados al destino, y nada más tocar la ribera del río, algunos de nosotros, tras los pertinentes preparativos, echábamos la caña en la orilla con la ilusión puesta en que aquel día la pesca se nos diese más o menos aceptablemente; en tanto que otros preparaban los reteles para echarlos al río un tramo más abajo, donde el agua había hecho unas cavidades en el terreno, en las que los cangrejos tendrían fácil refugio.
Una idea de Javier para Curiosón