Tenía mi tía Clara los mismos hoyuelos en las rodillas y las mismas manos delicadas y finas de mi madre, pero sus pechos olían a bollito de leche, y fue este aroma tibio de pan blanco y tierno a mis cuatro años el que siempre ha estado en mi recuerdo desde aquel primer beso.
Morena clara como mi madre, pero más joven y guapa que ella a mis ojos de niño, se inclinó ante mí para abrazarme, y me embelesó con aquellos ojos suyos de largas pestañas, tan negros pero tan vivos y resplandecientes. Un misterio como el de los hoyitos que le aparecían y desaparecían en su cara de facciones redondeadas y finas según me hablaba y sonreía con sus labios de color guinda. Supe con el tiempo que el lunar y el colorete de sus mejillas eran pintados, pero la blancura de sus dientes de colmillos montados y la oscuridad rizada de su pelo frondoso atirantado junto a las sienes eran tan verdaderas como cierta era la firmeza de sus caderas y hombros bajo la ceñida silueta magenta del traje sastre. Un milagro de risa contagiosa y lágrimas saltadas para un cuerpo en movimiento, más lleno que flaco y más alto que bajo, pero sobre todo distinto en aquel lejano invierno de penuria y tristeza en la calle Gravina.
Porque fue el invierno del 42 cuando apareció de repente en el piso con su largo abrigo de lujo y su bolso de piel a juego con los zapatos de tacón alto y fino. Una desconocida con sombra de nogal en los ojos que se abrazó a mi madre casi sin palabras, llorando las dos en la salita, al tiempo que reían y se miraban descubriéndose la una a la otra. Las medias de cristal y los largos pendientes de oro de una, frente a los peinecillos de coral y la bata estampada de la otra, aunque ya por la tarde, arreglada mi madre para salir con su pulsera de monedas y su pañuelo de colorines, rivalizara con mi tía Clara al bajar la escalera del piso. Sabía yo ya que mi tía era mi tía, y cuando le pregunté que dónde había estado hasta entonces entendí que había sido muy lejos. No la relacionaba yo todavía con su retrato, puesto desde siempre encima de la cómoda de mi madre, ni con las cartas que ésta guardaba en su caja china de laca con otros papeles de mi padre. Tampoco había escuchado yo nunca su nombre, y era esta virginidad de datos precursores la que aumentaba mi curiosidad por ella, como si el sitio de donde venía hubiera sido, no sabía por qué, un lugar terrible pero maravilloso donde las palabras eran diferentes y los gestos distintos.Toda Una Vida, Carlos Abadía, Mono Azul editora