Aquellos que se acerquen con la intención de hallar en estas líneas un veredicto categórico o una respuesta verosímil que lo explique todo, deberán saber que este párrafo pretende desengañarlos: el cómo y el porqué de esta pequeña pero rigurosa historia son -y seguirán siendo- un misterio. Lo único concreto es lo que sucederá. Y lo que sucederá -ni más ni menos- es que Fermín Ipalaguirre logrará, esta misma tarde, viajar en el tiempo. Conseguirá, por motivos inciertos, regresar a una época feliz de su vida: a los siete años.
Pero atención: ese regreso será contante y sonante. Fermín Ipalaguirre no regresará a su miñez en un sentido metafórico. No será un viaje de simbolismos y alegorías baratas. Mucho menos una excusa literaria.
No.
Fermín Ipalaguirre retrocederá en el tiempo hasta ubicarse en la tarde del catorce de agosto. Y será un viaje solamente de ida. Viajará por única y definitiva vez. Y lo hará a través de esa foto. De esa, que contempla fascinado cada tarde, bajo la lamparita que cuelga al costado de un nido, entre las ramas de la parra. De esa foto de agosto que, iluminada por una tenue luz, se ve aún más amarilla, más marchita.
Fermín barre las hojas de la parra y las agrega al montón que viene acumulando en cada barrida, desde la tarde anterior. Se sienta. Insiste con el mate. Lo golpea contra la mesa: espera que se destape antes de que el agua se enfríe. Y la calandria, que ha sabido anidar cerca de la lamparita y que todas las tardes lo acompaña en silencio, reacciona: se agita en un aplauso de alas temerosas y desconfiadas. Y eso alcanza para que las hojas de la parra se suelten y caigan otra vez, sobre la mesa y sobre las baldosas.
La yerba ha de ser muy mala porque es puro polvo que se mete por la bombilla. Y se tapa. Cada dos por tres el mate se tapa, y hay que golpearlo para que el agua pase. Entonces apoya, apenas, la boca en la bombilla: si chupa fuerte se vuelve a tapar. No quiere andar forcejeando con el mate cerca de la foto. Mirá si, entre tirón y tirón, le caen algunas gotas. O peor: que la foto quede sepultada bajo un túmulo de yerba viscosa y caliente. Eso sí sería un desastre. Porque esa foto vale para él lo que no valen todas sus posesiones: la casilla recién pintada, las rosas y los malvones del pasillo, el limonero. Para Fermín Ipalaguirre es más valiosa que su huerta entera. Es así: antes que nada -antes que cualquier cosa que pudiera importarle- está, siempre, la foto. Esa foto en la que un pibe sonríe con el flequillo impecable y un par de dientes caídos, feliz porque es catorce de agosto y pronto conocerá a su hermana. Sonríe porque tiene la equivocada certeza de que así será.
La lamparita ilumina la mesa. Prilla y se refleja en el torso opaco de la pava. Crece en protagonismo a medida que los rayos del sol se ocultan entre las ramas áridas de los sauces.
Fermín Ipalaguirre nunca ha hablado con nadie acerca del significado de esa foto. Siempre la lleva encima, en un bolsillo o en otro. Pero, si alguien se le acerca demasiado -en la cola del banco, por ejemplo-, se apura a guardarla en el bolsillo. La esconde para que nadie le pregunte. Porque si lo hicieran -si le preguntaran por qué se pasa el día con la cara pegada a esa foto-, él no sabría qué decir. Fermín siempre ha sido enemigo de las palabras, de las conversaciones. Si hay algo que lamenta es eso: no saber decir. Le encantaría poder explicar que la mira porque no ha encontrado, en tantos años, mayor ingenuidad que en los ojos inocentes de ese pibe. Que lo hace porque no ha vuelto a sentirse tan optimista como aquella tarde del catorce de agosto. Que quien ofició de fotógrafo -quizás un tío- logró captar un momento cualquiera, sin saber que terminaría siendo, para ese pibe feliz, el más grato y valioso de su vida.
Decir todo eso no le sale. Y a fin de cuentas -después de tantos años- descubrió que se siente mejor si no dice todo aquello. Porque el silencio lo libra de culpa. La culpa de menospreciar todo lo que sucediera después de ese catorce de agosto: su primer y tardío beso, los hermosos hijos que Irene supo darle, los veinticinco años vividos junto a ella, la casilla que construyeron palmo a palmo cuando huyeron de Santiago, las vez que lloraron juntos frente al mar. Así que no dice nada, y entonces se guarda la foto enseguida y vuelve a sacarla cuando ya nadie parece interesado en preguntar.
Finalmente, como es de imaginarse, Fermín Ipalaguirre jamás conoció a su hermana: de buenas a primeras el parto se complicó para ambas. Para su hermana y para su mamá también.
Y el quince y el dieciséis y el diecisiete ya nada tendrán que ver con ese feliz catorce de agosto. Pero ese pibe feliz aún no lo sabe -nunca lo sabrá-, y puede mantener esa sonrisa expectante para siempre. Ese pibe conservará el brillo y la inocencia por el tiempo que Fermín consiga preservar la foto. Por eso es que la atracción entre el pibe feliz y Fermín Ipalaguirre es tan intensa.
Intensa y mutua.
La calandria chilla, se esconde; la lamparita oscila y parpadea. La parra multiplica su llover de hojas cobrizas. La pava se congela en el resplandor frío que proviene de las manos de Fermín, de la foto entre sus manos. Y esta tarde, después de tantas tardes bajo la parra, Fermín abandonará su casilla recién pintada para siempre. Fermín Ipalaguirre no conocerá a Irene en un banco de la Plaza Belgrano ni se levantará por las noches para comprobar que sus hijos duermen bien. Nunca abandonará Santiago.
Sus tobillos jamás sentirán la caricia de las olas.
No sabrá lo que es tener ocho, quince, treinta años. No habrá primer beso para él: en un abrir y cerrar de ojos regresará al momento que eligió -tal vez de manera caprichosa- como el más puro, el más feliz. Y la efeméride del catorce de agosto será, ya de forma definitiva, su lugar en el mundo.
Pero hay algo más que Fermín Ipalaguirre ignora: ese pibe feliz de flequillo y dentadura con ventanitas también se verá obligado a moverse, a quitarse. Fermín no sabe que ese pibe pasará los últimos días de su corta vida entre arrugas y párpados lacrimosos. Que gastará sus días en la infernal rutina de contemplar una foto marchita, sentado bajo la tenue luz que asoma de la parra. No sabe que ese pibe feliz será embutido -en ese mismo abrir y cerrar de ojos- dentro del cuerpo de un viejo triste.
FIN
Cristian Acevedo es un escritor argentino, nacido en septiembre del ’79 en Buenos Aires. Su obra literaria ha sido reconocida en diversos certámenes: Antología de Narrativa 2013 Marañas, Ganador de El Cuento del Día 2013.
También ha publicado sus relatos en reconocidas revistas culturales de Latinoamérica: Revista Corónica (Col.), Cavea Cultural (Esp.), Hamarti (Arg.). Actualmente vive en Tortuguitas, desde donde escribe.