Revista Cultura y Ocio

Aquel poeta llamado Marcel Proust

Publicado el 11 marzo 2011 por Alguien @algundia_alguna

Aquel poeta llamado Marcel Proust.

Marcel Proust estuvo perseguido por la poesía toda su vida (1871-1922). Empezó en las letras con unos poemas infantiles escritos en los márgenes de los cuadernos escolares. Textos de una presunta cursilería de los que no quedó huella. En la adolescencia siguió su voluntad de seguir hurgando en el misterio poético con textos que aparecieron en revistas de escasa difusión y que tenían la sonoridad opiácea aprendida en los simbolistas de la galaxia de Verlaine.

Por entonces, para el joven Marcel había dos dioses verdaderos: Baudelaire y Mallarmé, pero ninguno dejó rastro en sus poemas inflamados. Él iba por otras trochas: ensimismado, frágil, sentimental. Y así lo reconocemos ahora en los 11 inéditos en España que el traductor Mauro Armiño recupera para el próximo número de la revista “Turia”, a la venta el próximo 21 de marzo.

Aquí está el rostro menos explorado del autor de En busca del tiempo perdido“, una de las obras fundamentales de la literatura. Pero, sin duda, su más constante militancia. Siempre le acompañó la poesía. Incluso cuando se abandonó a la frivolidad de los salones de París, donde se entregó a las estrofas de burla, ironía, elogio, ponderación, imitaciones, pastiches de poetas amigos, expresión de afectos…

Lunes a la una:

La insensibilidad de la naturaleza toda
Parece así colmar de nuestros corazones el vacío.
Decepcionante juego de la ciega materia
En el ópalo y el cielo y los ojos donde, victorioso
Y alternativamente herido, soñar parecía el amor.
La forma de los cristales, el pigmento de las pupilas,
Y el espesor del aire nos engañan sucesivamente,
Tratando de engañar nuestros dolores eternos
Con la naturaleza, y la mujer, y los ojos;
Y la delicadeza del azul pálido
Es una mentira en el ópalo
Y en el cielo y en tus ojos.

Para la revista Lilas. A reserva de ulterior destrucción:

A mi querido amigo Jacques Bizet. Quince años. 7 de la tarde. Octubre.

El cielo es de un violeta oscuro marcado por manchas relucientes. Todas las cosas son negras. Aquí las lámparas, horror de las cosas usuales. Me oprimen. La noche que cae como una tapadera negra cierra la esperanza, abierta de par en par al día, de escapar. Aquí el horror de las cosas usuales, y el insomnio de las primeras horas de la noche, mientras sobre mí suenan valses y oigo el irritante ruido de las vajillas removidas en una estancia vecina…

Contemplo a menudo el cielo de mi memoria (fragmento):

Borra como una bruma el olvido los rostros,
Los gestos adorados en otro tiempo a lo divino,
Por quien locos estuvimos, por quienes fuimos sensatos,
Fascinación del error y símbolos de fe.

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Todo lo borra el tiempo, la intimidad de las noches,
Mis dos manos en su cuello como la nieve virgen
Sus miradas que acarician como un arpegio mis nervios
Mientras sobre nosotros sus incensarios la primavera agita.

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Otros, los ojos sin embargo de una mujer alegre,
Así como las penas eran vastos y negros.
Espanto de las noches, de las tardes misterio,
Entre esas mágicas cejas estaba su alma toda.

Uno de los poemas en prosa que Turia publica fue escrito por Proust a la edad de diecisiete años, está fechado a las once de la noche del mes de octubre y su transcripción íntegra es la siguiente:

“La lámpara ilumina débilmente los ángulos sombríos de mi cuarto y pone un gran disco de viva luz donde entran mi mano, de repente ambarina, mi libro, mi escritorio. En las paredes azulean delgados hilillos de luna que han entrado por la imperceptible separación de las rojas colgaduras. Todo el mundo se ha acostado en el gran piso silencioso… – Entreabro la ventana para ver de nuevo por última vez la dulce cara leonada, muy redonda, de la luna amiga. Oigo algo así como el aliento fresquísimo, frío, de todas las cosas que duermen -el árbol de donde rezuma la luz azul-, de la bella luz azul que a lo lejos, en un entresijo de calles, transfigura, como un paisaje polar eléctricamente iluminado, los adoquines azules y pálidos. Por encima se extienden los infinitos campos azules donde florecen frágiles estrellas…- He cerrado la ventana. Me he acostado. Mi lámpara, en una mesilla al lado de mi cama, en medio de vasos, de frascos, de bebidas frescas, de librillos preciosamente encuadernados, de cartas de amistad o de amor, ilumina vagamente en el fondo mi biblioteca. ¡La hora divina! A las cosas usuales, como a la naturaleza, las he hecho sagradas por no poder vencerlas. Las he revestido con mi alma y con imágenes íntimas o espléndidas. Vivo en un santuario, en medio de un espectáculo. Soy el centro de las cosas y cada una me procura sensaciones y sentimientos magníficos o melancólicos, que disfruto. Ante los ojos tengo visiones espléndidas. Se está bien en esta cama… Me duermo.”

Fuente: El Cultural.es


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