Qué tiempos, colega. Calvo Sotelo, presidente; Bosé cantaba la inverosímil pasión de ser tu amante, bandido; empezábamos a manejar el querido breviario, que nos cambiaron en un verbo; una tarde estudiosa se vio interrumpida por el tejerazo, y Gutiérrez Mellado donde mismo, echándole huevos. Los ochenta, en aquel Palacio de San Telmo que vendió Amigo, el querido Seminario Metropolitano en el que se coció, sin concurso de (otro) varón, lo que somos. Sevilla, éramos tan inocentes.
Memoria de las sesiones de cafeína en que se convertían nuestras tertulias de cuarto, por obra y gracia de Paco Herrera, que nos contó lo de su tío el cartujo, Dom No-recuerdo-su-nombre Mendoza, íntimo de Gala (Antonio), que quisieron, juntos, entrar en religión en la venerable Santa María de la Defensión, perdida cartuja de Jerez. Dice Paco que el poeta quedó en la estación, mirando cómo su amigo del alma iba derecho hacia la vocación; que él hacía falta en el siglo para escribir carmesí y desangelar a un Tobías más viajero de la cuenta.
En aquel antiguo palacio de Don Antonio María Felipe y la infanta María Luisa Fernanda, Duques de Montpensier, tiene ahora su sede el Gobierno de la Junta de Andalucía; arriba, en el despacho de Chaves, nos llegamos a examinar de Eucaristía con el calonge Pepe Arturo, que respetaba en extremo –como debe ser- la teología, y a la liturgia la llamaba socarronamente el “mariconeo eclesiástico”, curiosa denominación de origen de la que damos fe los numerosos condiscípulos que disfrutábamos en sus animadísimas clases.
Algo más hacia abajo, andando el tiempo nos colocaron a los seminaristas de cursos superiores la sala de televisión, era mejor así. En el antiguo despacho del todopoderoso (antaño) rector. Dicen malas lenguas que fue uno de ellos, Don Otilio, quien se dejó quemar parte de la casa. A la derecha del televisor, una vitrina cobijaba apenas el blanco solideo de Su Santidad León XIII, prenda que, evidentísimamente, pasó por la mayoría de nuestras cabezas. Como pasaron nuestros indiscretos ojos por el fichero que contenía crípticos datos sobre la vida y “milagros” de seminaristas de otras camadas, como la ficha de Su Descomulgada Santidad Gregorio XVII, Papa de la pedanía utrerana del Palmar de Troya; Gregorio, en el mundo (del que sólo salió al entregar su alma al Hacedor) Clemente Domínguez, alias La Mechero, por el adminículo que solía utilizar en los cuartos oscuros. Nota: no revelaba fotos.
Allí vimos un viernes noche la escabrosa película de leñadores que se calzaban por popa a honestos padres de familia excursionistas, americanos medios. A mí –no sólo- me puso como una moto el “tema”, pues alguno de los leñadores tenía un par de provechosos servicios. En fin, cosas de seminaristas. Lo que era la edad.
Cuando lo de Tejero, estábamos haciendo una programación de Historia de Israel. El Cepeda, uno de por aquí, nos alertó a grito pelado: ¡un golpe de estado! ¡Un golpe de estado! Qué cosas. Qué poco estudiamos, hasta que, al día siguiente en clase, el P. Bermudo esejota nos puso en pié para dar gracias a Dios por habernos librado, “una vez más”, de las garras del fascismo. A Gonzalo Flor aquella mañana había que oírle, dando de cuerpo sobre los sublevados.
Algo más tarde Felipe González, hijo de un lechero de Bellavista, destronaba al adusto Calvo Sotelo. Hubo champán (no eran tiempos de cava) y pipas de calabaza, más baratas y alimenticias. España era ahora tan distinta, tan oradora e ilusionada. Había oxígeno acá abajo, qué más da que… bueno, eso.
La vida seminarista era eterna, como los flamenquines de los viernes de la Hermana Pilar, con quien tanto porfiáramos. La sala de Santa Teresa (por el cuadro de la santa que la presidía) nos cobijaba después de cenar, allí fumábamos como condenados y dábamos rienda suelta a las risas más contenidas, acaso, de día. Diego, Parri, yo. Alguno más se nos unía, como el pobre seminarista –qué habrá sido de él- que se convertía en nuestra sombra, un chico de por aquí, sobón y esquinado que le decían La Prima. Una noche, la santa nos jodió vivos en nuestra sangre fría. Hablábamos de ciencias ocultas y, de pronto, el lienzo pareció aletear, a la altura mismita del Espíritu Santo. Qué coño, pareció: aleteó y, al poco, salió de allí como un velocípedo un murciélago, el “fenómeno” que nos dio el gran susto. Qué cosas, colega: la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, tornada brevemente vampiro. ¿Profecía, acaso? Pero qué dices.
Y venga a cantar. El “Pepo” nos ensayaba la Misa Andaluza de Castillo, y el Alabado de Urcelay:
Alabado sea el Santísimo Sacramento
Y la Inmaculada Concepción
De la Siempre Virgen María,
Nuestra Señora concebida
Sin mancha de pecado original,
Desde el primer instante de su ser natural.
Eran otros tiempos, muy de verdad. Su recuerdo seguirá haciéndonos sonreír. Otros lugares, otras horas, que no había sonado aún la de Benemérito XVI, el Papa del tricornio, alias “La Pamelones”. Yo flipo. Qué risa.
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