El otro día el perfil de instagram officialnormanfoster ha publicado esta foto:
Y me ha dado mucha envidia. ¿Os cuento por qué? Creo que es fácil, pero aun así os lo voy a decir. Lo primero es que está trabajando en su casa. Tiene un enorme estudio en Londres (y en más sitios, claro) en el que trabajan cientos de personas, pero él está trabajando en casa. Lo segundo es que menuda casa tiene que tener, a la vista de lo poco que se atisba. ¿Habéis visto esa pradera al fondo, y esos árboles? Tanto espacio, tanta luz, tanta blancura. Lo tercero es la camisa rosa: Recién lavada y recién planchada; fresca, cómoda, ligera. No es la camisa, claro; hasta ahí llego (es a lo único que llego); es la ausencia de metro, de autobús, de prisa, de sofoco, de sudores camachiles. Veo (creo ver) que se ha levantado, ha hecho algo de deporte ligero, se ha duchado, ha desayunado una tostada con mermelada de arándanos, un zumo de naranja y un café con leche y se ha quedado tan a gusto. Yo no estoy así ni en vacaciones. Yo salgo de la ducha y ya estoy más sucio y más sudoroso que él. Lo cuarto es que está trabajando con una paz envidiable, sin teléfono, sin correo electrónico, sin molestias de ninguna clase. Lo quinto es que está trabajando en algo muy bonito y gustoso: coloreando delicadamente un dibujo, y no contestando a un requerimiento o algo así. Y lo sexto, y corolario de todo lo anterior, es que no está trabajando.
Está coloreando, sin salirse de las rayas, una perspectiva de la parte inferior de un edificio. Alguien la ha dibujado en cad y la ha ploteado, y el jefe la colorea con lápices. Un trabajo perfectamente inútil.
Quien le lleva el instagram ha insistido y nos ha mostrado la escena desde el otro lado:
Pues bueno, pues vale. Estupendo. Miradle qué aplicadito y qué mono.
Norman Foster está desde hace muchos años en un plan de
Se hace fotos en su unicornio gigante flotante, o esquiando, o conduciendo coches de lujo, o lo que sea. Siempre algo más allá de cualquier sueño humano. Pero esto de dibujar en casa, que es con mucho lo más asequible para todos, se me antoja lo más sacachorrero: "Hala, hala, trabajad, que yo estoy aquí tan a gusto con mis cositas".
Y eso precisamente es lo peor de todo: Él está ahí con sus cositas mientras un montón de gente trabaja en un proyecto en el que él, alejado en su casa, coloreando con sus lápices, no participa en absoluto.
El edificio que Don Norman está coloreando es este:Es la torre J. P. Morgan, en Manhattan, y tiene megabytes y terabytes de render para aburrir. No conozco bien el proyecto, pero las imágenes que he visto no me estimulan en absoluto. Me parece que es lo que ya llevamos décadas viendo: un diseño anodino hecho con el piloto automático por los partners que, todo lo más, conceden algún guiño tontorrón a la galería y siguen con lo de siempre.
Cuando Foster hizo este dibujo tan ligero y expresivo del Salón de Reinos del Museo del Prado,
frente a (y junto a) tanto grafismo hipertecnológico, me pareció un acierto. Le dio al dibujo a mano alzada toda su potencia, al esquema toda su intensidad para expresar la idea con frescura. Pero esto de ahora es solo colorear mecánicamente sin salirse sobre un dibujo que le han hecho. Una tontería. Una chorrada.
(Sí, claro: Como me dijeron el otro día, ese dibujo hecho a plotter y coloreado por Norman Foster vale más que lo que yo gano en todo un año. Y en dos).
Quién le ha visto y quién le ve. No hago más que pensar en aquellos versos de Antonio Machado cantados por Serrat:
-¡aquel trueno!-,vestido de nazareno.Aquel arquitecto tan lúcido, tan potente, tan certero, tan brillante, aquella fiera, aquel constructor de mundos soñados, puestecito a la luz mañanera con su cajita de lápices de colores sin molestar a nadie y portándose bien.
¿Cajita? ¿He dicho cajita?
Cajita he dicho. ¡Jolín con la cajita!
Esa trayectoria formidable es la que le ha permitido tener ahora esa vida plácida, en la que su marca va sola mientras él vive por otro derrotero. La máquina está engrasada y funciona sin parar, y él, un jubilado rico, colorea igual que navega unicornios arcoiris o pilota coches de museo.
En junio cumplirá ochenta y siete años, y, aunque está mucho mejor que yo a mis inminentes sesenta y dos, ya no es aquel huracán que se remangaba la camisa hace no tanto en un episodio que cualquier día de estos contaré. (¿O lo conté ya? No sé: Me repito muchísimo).
Foster ha triunfado en la vida. Eso es evidente, y además muy merecido, aunque su arquitectura, antaño colosal, sea ahora un palidísimo reflejo en manos de quienes manejan el plotter y los renders y tienen la deferencia de pasarle una perspectiva a línea para que se entretenga.
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Nota.- Obviamente, la escena íntima, espontánea y fresca que he comentado se va a la porra cuando uno piensa en que alguien le ha hecho esas fotos. ¿Su mujer? ¿Su CM de Instagram? En cualquier caso eso rompe todo lo que sugiere. El jefe está posando, naturalmente, y la placidez del momento se pierde.
De alguna manera me recuerda al principio de incertidumbre de Heisenberg, que dice que o conocemos la posición de un electrón o conocemos su velocidad, pero no las dos cosas, y que yo creía que era por deficiencias en nuestra tecnología actual, pero me explicaron que es algo consustancial a la materia y a la naturaleza, y que se relaciona con que el mero hecho de observar un fenómeno lo altera.
O algo así.
De manera que el mero hecho de que se nos muestre a Foster y de que nos asomemos a su intimidad nos indica que no hay tal intimidad y que todo es una escena forzada.
(Como las filmaciones de Rodríguez de la Fuente).