Revista Cultura y Ocio
Magaluf asalta la planta de los periódicos. La prensa se hace eco de lo que, en círculos juveniles ingleses, era vox pópuli. Magaluf es el lugar iniciático para los jóvenes británicos que, terminados los estudios, se introducen en la adulta faceta de experimentar el exceso y exceder el experimento. Se llega a etiquetar el sitio con los adjetivos del vicio: desmadre, pasaje a la lujuria, lugar de perdición, hogar de Baco, casa de Dioniso... Sus "delicias" turísticas, pregonadas en el boca a boca juvenil, se publican ahora en la prensa: la desenfrenada ruta etílica del "Carnage Tour" (barra libre en cinco establecimientos de la cadena por 30 euros la noche), el "mamading" (bebida gratis pagando con sexo oral), el "balconing" (salto de un balcón a otro o hacia la piscina que produjo más de 8 muertos en 2014)... Por 300 euros pax se prometen noches épicas, veladas de sexo fácil sobre las arenas de la playa, ebriedad y zarra no solo consentida sino bendecida...
Este es el destino que eligen muchos jóvenes con impaciencia y que temen muchos padres. Y allí, precisamente, es donde nosotros llevamos a nuestros alumnos en aquel viaje de fin de curso. Claro que, hoy en día, me hubiera cuidado muy mucho de elegir un destino así y, también es cierto, que en aquella época (hace más de 25 años) aún no se había llegado a estos extremos y aquel pueblo mallorquí aún compaginaba turismo familiar, incluso escolar, con una incipiente orientación al turista inglés joven y bullicioso.
En realidad, aquel viaje era una bicoca: diez días a precio de siete, dos excursiones incluidas, avión y alojamiento en hotel de 3 estrellas por un precio muy módico. Nuestro director se había mostrado muy activo negociando el viaje con las agencia e incluso, dado el pequeño número de alumnos que podrían hacerlo, se había molestado en contactar con otro colegio para completar el cupo de 60 plazas necesarias. Así que, tras recoger en su colegio a los alumnos del otro centro nos presentamos en el aeropuerto a las 1:30. Nosotros conocíamos ya a los alumnos del otro centro por haber hecho alguna excursión de convivencia previa. A estos les acompañaba una profesora joven interina muy dispuesta y ambos nos presentamos en el mostrador solicitando información de nuestro vuelo. Nos llevamos un gran susto cuando nada sabían del mismo. Parece que nuestro avión no existía. Angustiando terminé llamando a las 4 de la madrugada a mi director que se tomó amablemente la molestia de levantarse y venir hasta el aeropuerto. Finalmente todo se aclaró: nos habían cambiado el nombre del vuelo y este salía a las 6:10. Tras cinco horas en el aeropuerto aterrizamos en la Palma a las 7:00.
Era mi primer viaje fin de curso con alumnos. Era entonces tutor de un grupo poco numeroso de 8º curso de la extinta EGB. Tenía un justificado miedo a esa actividad. Los comentarios y experiencias de otros compañeros me ponían alerta. Mi propia experiencia en viajes de fin de curso (en bachillerato y en magisterio) me proporcionaban sensaciones agridulces: resultan inolvidables, sí; pero estaban sujetos a riesgos de varios tipos. Alguno de mis colegas me advertía severamente de la necesidad de "extraer el veneno" a los alumnos como si de escorpiones se tratara. Yo alcanzaba a comprender lo que pretendía decirme, pero ¿cómo hacerlo?. Desde luego no quería volver con algún pasajero de más, algún pequeño "alien" alojado en el vientre de alguna de la alumnas. A esa invencible inquietud se unía mi inexperiencia con alumnos tan mayores y la dificultad de manejar un grupo de adolescentes, algunos de los cuales ni siquiera conocía.
Yo tenía mi pequeño plan para moderar las ganas de juega y diversión que, inevitablemente, se producen tras las cenas. Eran los momentos más peligrosos: aquellos en que se producía el trasiego entre habitaciones por los pasillos y, suplicando a Dios que no se le fuera a ocurrir a ninguno de nuestros alumnos, por los balcones contiguos. Tenía previsto llenar el día de actividades, movernos de un sitio para otro continuamente: playa, excursión, paseo, visitas.. contaba así que llegaría agotados a las 12:00 y se irían a dormir como angelitos. Pero "los condenados", aprovechaban los viajes en el autobús para dormir y recuperar fuerzas así que a medianoche estaban frescos como lechugas. El único que estaba agotado a aquellas horas era yo y aún tenía que mantenerme despierto y vigilar los pasillos hasta alta horas de la noche. Cuando llegó el décimo día apenas había algo por las noches y estaba realmente agotado.
El hotel Samos, donde nos alojábamos, no estaba mal. Eso sí la comida era malísima y las habitaciones dobles se convirtieron en triples. Algunos decidieron cenar en el burguer de al lado aunque generalmente volvían para el hotel tras la cena para asistir a las sesiones de animación. Al acabar estas algunos salían con algún profesor hasta las 2:30. Los dos profesores nos turnábamos para acompañarles, aunque he de decir que la profesora del otro colegio fue la mayoría de las veces la que, por propia iniciativa, asumió esta tarea. Cuando me tocó a mí recuerdo, espantado, que en las discotecas era imposible controlar del todo lo que consumían los alumnos. Eran locales grandes donde los alumnos se desperdigaban y las bebidas se pedían directamente a los camareros. Sabiendo que alguno podía llegar a pedir un combinado no pude más que hablar con los camareros y pedirles que, si alguno lo hacía, rebajara todo lo posible la mezcla. En lo de "prohibido servir alcohol a menores de 18 años" ellos no se metían y montar un escándalo en plena discoteca no me parecía lo más conveniente. Me pasaba el rato vigilante a los grupos y observando sus consumiciones. La verdad es que se comportaron con normalidad, sin dar la nota y finalmente obedecían aunque a regañadientes cuando tocaba volver al hotel, pero yo acumulaba sucesivas dosis de estrés.
Haber conseguido un extra de tres días más tenía sus inconvenientes. Normalmente se llena una semana con mañanas y tardes de playa o piscina, visitas a Palma de Mallorca, excursiones por la isla, subidas al castillo... pero con tres días más necesitamos organizar por nuestra cuenta un par de excursiones para llenar esos días. Esas excursiones se hacían en transporte público y, en ocasiones terminaban con algún grupo "perdido". A los profesores nos tocaba perder siesta y la comida mientras buscábamos por Palma a los rezagados que, pos su cuenta, llegaba al hotel.
Realmente los padres no imaginan lo ingrato que puede resultar ser profesor a cargo de un grupo de alumnos las 24 horas del día. A veces nos tocaba mediar ante algún comerciante que se quejaba de que alguno había "mangado" una postal. Otras poner malas caras para que abandonaran la discoteca ante lo avanzado de la hora. Muchas veces echar la bronca en los pasillos a aquellos que molestaban. En una ocasión la profesora del otro grupo hubo de acudir a correos junto a una de sus alumnas pues había tenido que solicitar un giro urgente al gastarse el dinero que llevaba comprándose una jeans preciosos que vio nada más llegar... Yo no llegaba a entender porqué había accedido a acompañar a su alumna (si gastó su dinero, pensaba, pues que tire lo que resta de viaje sin él) pero lo comprendí más tarde: era la hija del alcalde de la localidad. Una gran decepción nos llevamos al visitar la Cartuja de Valldemosa; pese a tener pagada la visita ningún alumno quiso hacerla y prefirieron quedarse a la puerta comiéndose un helado. También surgieron imprevistos que pudieron dar al traste con, por lo general, buena marcha del viaje. En la excursión a Soller perdimos (por causa ajena a nuestra voluntad) el último tren hasta Palma. Corríamos el riesgo de tener que pernoctar al raso todo el grupo de 50 alumnos y profesores. Finalmente lo solucionamos contratando un autobús con el dinero que a modo de dietas nos había facilitado la dirección a los profesores. Nos quedamos sin blanca pero salimos del paso.
Pese a esas anécdotas, el viaje fue un éxito. Así lo reconocieron los alumnos y los padres que, en años sucesivos, llegaron a echar de menos la organización y el esfuerzo que desplegamos.
Y es que, en la preparación de un viaje fin de curso, no debería centrarse la atención en el viaje en sí. Lo más importante y educativo debería ser la preparación y, en nuestro caso, fue modélica. Siempre he pensado que estos viajes no deberían ser de "turismo" al uso, o ¡Dios me libre! de desfogue y desenfreno como parecen estar hoy de moda en el Magaluf que entonces visitamos. Deberían consistir en visitas a un agradable lugar de convivencia donde se celebraran actividades lúdicas y deportivas: estoy hablando de albergues, lugares en la montaña o en la naturaleza con acceso a rutas, deportes y juegos más adaptados al os jóvenes. Por otra parte nunca debería tratarse de una actividad "pagada" por los padres (o en una parte mínima). Tendrían que ser los propios alumnos los que, durante todo el curso, ahorraran poco a poco de sus propinas para este fin; habrían de ser ellos los que realizaran pequeños trabajos para recaudar fondos, los que organizaran eventos para financiarse. Las implicaciones pedagógicas de esas actividades son innumerables. En nuestro caso los alumnos plantaron y vendieron tiestos y plantas (con la experta ayuda del conserje del colegio), vendieron las consabidas papeletas navideñas y los típicos ambientadores, montaron una espectacular cena-cabaret y organizaron una tómbola con productos que se encargaron de buscar entre muestras y propaganda de numerosas fábricas del polígono industrial de la localidad. Al final el viaje resultó casi pagado con estas actividades. En las tutorías, de cuando en cuando, se exponía el ejercicio económico y el estado de cuentas, lo que abría un nuevo capítulo a la aplicación práctica de las matemáticas.
Al final, lo mejor del viaje, había ocurrido antes, sin salir del cole.