Revista Libros
Le gustaba aquello que permanece, todo aquello que perdura, lo eterno. Porque lo eterno es para siempre y alberga las historias de aquellos que lo crearon y le dieron forma. Las cosas permanentes siguen ahí, impertérritas ante el paso del tiempo, alegrando con su presencia a todos cuantos quieran contemplarlas y disfrutarlas.
Aquel día el destino le deparaba una sorpresa. Pensándolo más tarde se dio cuenta de que lo que aquella tarde sucedió, tenía que suceder, porque ella era la persona adecuada.
Había quedado con sus amigas, las de toda la vida, las que todavía lo son, amigas que también permanecen, eternas. Eran jóvenes y solían salir todas las tardes a tomar café y a hablar de sus cosas. Paseando por una de tantas calles se encontraron con algo en su camino: un contenedor, unas bolsas y un montón de libros esparcidos por el suelo.
Al principio no reaccionó, le llamó la atención lo que vio pero siguió andando. Apenas unos segundos después se dio cuenta de que no podía dejarlos allí. Pensó en las palabras que ocultaban esos libros, palabras que permanecen, palabras eternas. Palabras que contaban historias condenadas a desaparecer para siempre si alguien no hacía algo para evitarlo. Ella era la persona que aquel pequeño tesoro esperaba, lo sabía y actuó en consecuencia ante el estupor de sus amigas. Volvió sobre sus pasos y se agachó a ojear lo que a los pies del contenedor se encontraba. Sus amigas la increparon, le dijeron que no cogiera nada, que parecía una mendiga, se avergonzaban de ella, pero ella no escuchaba, ya estaba absorta y centrada en lo que veía: libros que escondían aventuras inimaginables, palabras de amor susurradas, traiciones, guerras perdidas y ganadas, vidas desconocidas a punto de ser destruidas, eternas palabras que a punto estaban de dejar de serlo.
No lo permitió…y nunca se arrepintió. Sabía que de alguna manera la persona que había abandonado allí ese gran tesoro quería que alguien lo descubriera. Lo sabía porque los libros no estaban metidos en una bolsa de basura corriente con otros deshechos, estaban en una bolsa abierta para que el viandante pudiera contemplar lo que albergaba, quizás con la esperanza de que fueran rescatados, quizás con la necesidad de limpiar una conciencia intranquila.
Sin dudarlo cogió la bolsa y cargó con ella el resto de la tarde maravillada por su pequeño tesoro, pequeño a los ojos de los demás y enorme para ella. Entre sus palabras rescatadas descubrió con emoción la famosa obra “La Barraca” de Vicente Blasco Ibáñez en una edición de 1953, y no pudo más que preguntarse “¿a quién pertenecería este libro?, ¿disfrutaría de su lectura?¿ qué historias habrá despertado en su imaginación?” pero sobre todo pensó en todas aquellas personas habían estado a punto de perderse la maravillosa historia que escondía el libro si ella no lo hubiera rescatado a tiempo, y por eso supo que hizo bien, muy bien.
Besos
L.I.M.
PD. Espero que os haya gustado la historia. Es real, me pasó a mi cuando tenía unos 18 ó 20 años, no lo recuerdo muy bien. Lo que he querido transmitir es que jamás hay que tirar a la basura un libro porque estarías destruyendo historias que son eternas y permanecen en el tiempo, y además estarías privando a muchos lectores de letras y sensaciones maravillosas.