Al principio nadie reparó en aquellos hombres, claro está que tampoco hacían nada del otro mundo, por decirlo de alguna manera simplemente "estaban". Entonces todavía eran pequeños grupos, dos, tres, cuatro como mucho, era fácil encontrarlos al girar una esquina, en la parada del autobús o en la puerta de cualquier establecimiento. Como digo sencillamente estaban allí, parados en cualquier sitio, observando nada o algún punto indeterminado del horizonte. Todos vestían igual; traje y corbatas negros, camisa blanca y un anacrónico sombrero del mismo color.
Fue más tarde, cuando comenzaron a caminar por la ciudad lentamente y los grupos fueron aumentando cuando empezamos a preocuparnos, pero el miedo, el verdadero miedo, no llegó hasta que comprobamos que su grupo aumentaba a la vez que comenzaban a faltar muchos de los nuestros.
Los hermanos, los hijos, los maridos, las madres, las novias, las profesoras o los amigos no regresaban a casa, no acudían al trabajo, no llamaban por teléfono, no volvía a saberse nada de ellos, tan solo quedaba el fugaz recuerdo en algún rostro entre la masa de aquellos hombres.
Los pocos que resistimos todavía aguardamos encerrados en casa, sabiendo que en cualquier momento escucharemos el sonido de muchos pasos en la escalera, el crujido terrible de la puerta al ceder, el silencioso alboroto de gente cruzando el pasillo, sabiendo que es absurdo intentar saltar por la ventana porque la calle estará repleta de aquellos hombres.