Este periplo por la costa europea me ha dejado nostálgica. No sé qué tienen los lugares de veraneo que parece que no pasa el tiempo por ellos. Hay un puntito decadente común a todos los destinos estivales. Da igual que sea en Italia, Francia o España, todos tienen un regusto al Nerja de Verano Azul.
Aclaremos términos: una cosa es veranear y otra muy distinta viajar. Años llevo intentando explicarles esta nada sutil diferencia a los nórdicos pero no acaban de pillarlo. Lo intentan pero cuando les veo sacar las botas de hiking en pleno agosto tengo que rendirme a la evidencia: para veranear hay que tener la sangre caldorra.
Veranear es un arte no apto para espíritus inquietos ni paladares sibaritas. Veranear es una amalgama indivisible de pinchos de tortilla, cañas heladas, tintos de verano y sombrillas de floripondios imposibles. Veranear es un duermevela permanente que se pasea del sofá a la hamaca y vuelta otra vez. Veranear es ver la vida con la pachorra que sólo una mediopea constante otorga. Son duchas de aftersun y mañanas de colacao con grumos y magdalenas La Bella Easo.
Veranear es ir a los bares de siempre a tomar lo de siempre con los de siempre. La inercia de poner la toalla en el mismo sitio todos los años sin saber muy bien porqué. Veranear son periódicos medio mojados a medio leer. Telediarios en una tele de media pulgada. Tenderetes perennes de toallas fosforitas y bañadores desgastados.
En el veraneo las mujeres chismorrean cambiando el patio por la piscina y los hombres se pasean toalla al hombro, sobre chanclas de suela azul y tira blanca, con el periódico enrollado bajo el brazo sin llegar nunca a quitarse la camiseta. Corríjanme si me equivoco pero es mucho más fácil encontrar a un hombre en una terraza a la sombra que dentro de la piscina y no digamos la playa. Porqué se empeñan en calzarse el bañador cada mañana es un misterio que ni el de Fátima.
Veranear es remojarse sin llegar nunca a nadar y sacudirse sin éxito el amasijo de salitre, cloro y arena que tiñe nuestra piel irremediablemente. Veranear es charlar sin decir nada. Son gazpachos fresquitos y croquetas chiclosas. Pastelitos de merluza y Calipos de limalimón. Chopitos y pinchos de cangrejo.
Veranear es aburrirse en grupo. Echar las tardes en el chiringuito dibujando en la arena con el dedo gordo del pie. Veranear son manteles de papel y sillas de aluminio. Ensaladas de tomate y pescado. Mucho pescado. Rebozado y refrito, en escabeche, en espeto o a la espalda. Siempre fresco menos los Lunes que cualquier veraneante que se precie sabe que es el peor día para tomar pescado.
El veraneante nace o se hace pero veranear es un arte que no debe tomarse a la ligera. El veraneo es una actividad sagrada que nunca debe profanarse con trabajo, política, dinero o religión. Es tiempo de conversación ligera y amistades playeras.
Busquen, rebusquen y lo encontrarán. Todos llevamos dentro un veraneante sediento de sangría con los hombros por torrar.
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