Revista Educación

Aquellos señores a camello

Por Siempreenmedio @Siempreblog

Aquellos señores a camello

26 octubre 2013 por Carlos Padilla

Reyes Magos

El día de Reyes visto por el Carlos Padilla de 1982.

Cada año, cuando llega la noche de Reyes, me resulta imposible dormir a pierna suelta. Después de una infancia entera sin poder conciliar el sueño ese día, alguna razón biológica provocó que siguiera siendo así para el resto de mi vida. Soy consciente de que ya no me van a regalar el portaaviones de Tente ni el safari de Famobil, pero los nervios parecen haberse arraigado en mis genes para que cada víspera del 6 de enero, sin excepción, no pare de dar vueltas en la cama. Y eso no es todo: aunque me acabo durmiendo muy tarde, a la mañana siguiente me levanto más temprano que cualquier día del resto del año, abro los ojos y no puedo evitar evocar, durante unos segundos, esa sensación a camino entre la felicidad y el miedo, la increíble percepción de ser el protagonista de un acto mágico.

Durante mucho tiempo los Reyes Magos fueron algo real. En casa dejábamos un plato con un poco de césped para los camellos y champán, whisky, vino o ron, acompañado por un poco de jamón, para los tres emisarios. Para darle más veracidad a la historia, mi padre y mi madre marcaban con un rotulador permanente en la botella el nivel de la bebida. Así podíamos comprobar, al día siguiente, cuánto habían consumido aquellos señores. Una vez llegamos a encontrar restos de tierra en el suelo del pasillo, un rastro evidente del recorrido que habían seguido los camellos. Tenía sentido, un sentido que, aunque extraordinario, nos mantenía a mi hermano y a mí metidos de lleno en la trama.

Pero como todas las historias, esta terminó un día. Creo recordar que fue una mañana en la que estábamos solos en casa. Ya sospechábamos algo y nos pusimos a revolver los cajones en busca de una prueba de lo que tantas veces ya nos habían repetido en el colegio y en la calle los niños mayores: que lo de los Reyes era una gran farsa organizada por adultos. Así que tras insistir, dimos con ella en la forma de una caja envuelta en papel de regalo, al fondo de un armario empotrado. No nos atrevimos a abrirla.

Ese año sucedió algo extraño. Estaba convencido de que ya nada sería lo mismo, de que había cerrado para siempre un capítulo de mi vida. Por la noche, preparamos la mesa y pusimos sobre ella un buen vino, tres copas y un plato de salmón ahumado. Marcamos el nivel en la botella, corrimos a buscar el zapato menos apestoso y lo colocamos al pie del sillón, como siempre. Entonces, me metí en la cama, cerré los ojos y empecé a dar vueltas. Nada había cambiado.

El tiempo que los Reyes Magos vinieron a visitarnos me grabó, en algún lugar del código genético, la ilusión a fuego. La recupero cada 5 de enero por la noche, al acostarme; horas más tarde, cuando despierto; aunque también cada mañana de cada jornada de cada año, unos días aparentemente insignificantes, pero en los que por unos minutos y por muy jodido que esté siento, al abrir los ojos, la emoción de todo lo bueno que está por venir en las 24 horas siguientes. Ese es, sin duda, el mejor regalo que me han hecho mis padres. ¿O aquellos señores a camello?


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