Revista Cultura y Ocio

«Aquí empieza esa cosa llamada España»

Por Dapalo
«Aquí empieza esa cosa llamada España»

PEDRO CRESPO DE LARA ABC Día 22/03/2013

"Santander, eres novia del mar...". ¡Cuántas veces, y con qué gusto, hemos cantado este bolero de Jorge Sepúlveda!

Santander o la Montaña, que así se llamaba Cantabria cuando era Castilla la Vieja, es la tierra materna, o nido o seno donde viven tan a su placer los cántabros, entre la montaña y el mar, en aldeas, pueblos, villas y pequeñas ciudades, envueltos en los infinitos verdes de prados, montes, bosques y valles, en azules celestes y marinos, y grises melancólicos los días de lluvia.

Cantabria se hizo inmortal por su resistencia heroica frente a las legiones romanas. Más tarde, sirvió de refugio a los desplazados por la invasión musulmana, y con ellos protagonizó el movimiento de la repoblación de Castilla en el siglo IX. Recuerda esta gesta, bautizada de los foramontanos, un impresionante cartel, grabado en piedra en la Hoz de Santalucía, en el término municipal de Mazcuerras, donde el poético atrevimiento de Víctor de la Serna acertó a situar la Malacoria de los Anales Castellanos; el cartel alerta al viajero : "Aquí empieza esa cosa inmensa e indestructible que se llama España".

Ya vas comprendiendo, lector, que el cántabro o montañés tiene un alto aprecio de sí mismo.

Las viejas casonas montañesas, con sus portaladas y sus impresionantes escudos -tumores de la vanagloria, los llamó Ortega- hablan del apego al solar y al linaje. Aquí, decía Manuel Llano, todos somos hidalgos. Y sagrados los ríos y las crestas.

"En aquellos solares no reconocemos superior a nadie", sostenía el solariego de Bejorís, Francisco de Quevedo y Villegas. Y don Íñigo López de Santillana: "Que en esta nuestra España, era muy peregrino o muy nuevo el linaje que en la Montaña no tenía solar conocido".

Tierra siempre hermosa y pobre durante siglos, Cantabria padeció el dolor de la emigración de muchos de sus hijos.

Jándalos se llamaban los que iban a Andalucía y regresaban acaudalados y rumbosos. Los indianos cruzaban el Atlántico y tenían más difícil la vuelta. Volvían ricos, los más afortunados, y construían escuelas y hospitales, restauraban iglesias, casonas y palacios, partían montes, horadaban minas, botaban barcos y, si se terciaba, ganaban títulos de marqueses, como Comillas, Manzanedo y Valdecilla.

Que Santander, la Montaña o Cantabria ha sido más insigne en armas que en letras es una afirmación sin fundamento.

Digan si no es razón para presumir de abolengo literario la impresionante nómina de escritores gloriosos que empieza con Beato de Liébana en el siglo VIII y sigue, hasta hoy, con dos sillones en la Real Academia Española, correspondientes a Eduardo García de Enterría y Álvaro Pombo, perdidos los que ocuparon Gerardo Diego y José Hierro, por muerte de ambos.

Del marqués de Santillana, el de las Serranillas, vinculado a los Laso de la Vega: -"Mozuela de Bores / allá do La Lama/ púsome en amores"-,pasamos al Siglo de Oro, el de Lope de Vega, Calderón y Quevedo, deslumbrante trío de vástagos montañeses, orgullosos de su origen. ¡Canta con gracia Quevedo su blasón!: "Es mi casa solariega/ más solariega que otras, / que por no tener tejado/ le da el sol a todas horas".

A los que nos acusaban de manía genealógica y de afán adoptivo para alzarse con lo ajeno, respondían nuestros mayores: "Si no vencimos reyes moros, engendramos quien los venciese".

Esplendorosa fue la aparición simultánea en el siglo XIX de José María de Pereda y Amós de Escalante, intérpretes inigualables de la Montaña -su carácter, modos de vida y tradiciones-, los cuales, unidos a Marcelino Menéndez Pelayo -que no fue un hombre de talento, sino un genio- dieron gloria a la Montaña y a España.

El sabio polígrafo era poeta y dedicaba a su Dulcinea endecasílabos marmóreos: "Puso Dios en mis cántabras montañas / auras de libertad, tocas de nieve, / y la vena de hierro en sus entrañas".

Benito Pérez Galdós enriqueció el culto ambiente que hizo brotar a tales personajes, y que llegó a nombrarse pequeña Atenas provincial. Atraído por tan singulares ingenios y el hechizo del lugar, el maestro canario disfrutó ciudadanía moral en la Montaña.

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