Izquierda y derecha, las del espectador.
Esta sencilla indicación, archiconocida por los lectores de obras de teatro, suele encabezar los prolegómenos de cualquier pieza teatral; son unas pocas líneas destinadas a componer la escenografía e incluso contienen breves descripciones de los personajes: su edad, su profesión o dedicación principal, su apariencia; usualmente se describen conceptos generales, meras indicaciones que luego el espectador de la función teatral jamás conocerá salvo que pertenezca al escaso porcentaje de aficionados a leer teatro.
Cuando Eugene O'Neill empezó a escribir a finales de 1939 lo que acabaría siendo un clásico del teatro estadounidense a partir de su publicación, en 1946, quizás no lo hizo con el preámbulo: pero cuando decidió facilitar información fundamental para vestir su obra de teatro evidentemente dió por sentado que los lados, como siempre, serían los del espectador y no hacía falta declararlo.
Desde luego no se trata de un olvido y mucho menos de una brevedad mal entendida porque de todas las obras de teatro que este comentarista que suscribe ha leído hasta el momento nunca se ha encontrado con un cuidado y meticulosidad semejantes al exhibido por Eugene O'Neill en el prolegómeno de su pieza The Iceman Cometh. Y que además repite, incansable, en cada uno de los cuatro actos de su drama y también en alguna que otra acotación intercalada en el texto dramático. Conforme iba leyendo me sorprendía una y otra vez la voz del autor situando mobiliario, luces, cortinas, enseres, en unas descripciones pictóricas, detallistas, imaginativas, al punto de sugerir procedencias de lugares ignotos, que nunca aparecerán en la representación, como cuando señala unos "viejos manteles prestados por un cercano restaurante barato" (prolegómeno Acto II).
Esa labor evidentemente no concierne en modo alguno al espectador último de la pieza: la escribe Eugene O'Neill para que el escenógrafo, el director y los intérpretes tengan un agarradero, una orientación clara que identifique la escena, el escenario y los personajes: yo creía por momentos que había perdido la costumbre de leer teatro -de hecho es la primera de O'Neill que leo- hasta que leyendo en último lugar el análisis escrito por la traductora y editora Ana Antón-Pacheco para Ediciones Cátedra [2ª edición, 2017] (recomendable posponer el análisis, presentado en primer lugar, hasta leer la pieza principal: contiene chivatazos ineludibles y obviamente el lector que no conozca el drama se perderá fácilmente: es un error de la edición, en mi opinión: mejor el análisis detrás de la obra: más lógico y conveniente y en definitiva, el número de interesados en leer el análisis sin duda aumentará finalizado el drama) constato que ella también, remarca como extraordinaria esa parte literaria creada por el autor, bien diferenciada de la principal pero no por ello carente de interés más allá del descriptivo.
No puedo ni me corresponde glosar la figura de Eugene O'Neill, máxime cuando en la red hay datos suficientes pero por no ser tachado de vago y para situarlo brevemente, apuntaré que, aparte de ser un mal suegro para Charles Chaplin, cultivó amistades un poco revolucionarias de principios del siglo pasado cercanas a las teorías anarquistas, comunistas y socialistas, sin que O'Neill terminara por definirse claramente en ninguna de sus obras teatrales lo que convierte sus dramas en clásicos imperecederos al fijar la atención en los individuos que viven en sus historias, dotadas, eso sí, de un fortísimo contenido social.

El texto de O'Neill explayado en cuatro actos transcurre en la planta baja de un viejo y andrajoso edificio propiedad de Harry Hope, desconcertante tipo que hace veinte años no sale a la calle y se lamenta que sus dos camareros le sisan y son unos chulos de putas, que son en realidad los únicos inquilinos de la pensión que pagan su alojamiento, porque el resto, todos ellos viejos conocidos por una causa u otra, hace mucho no pagan el alquiler y además el poco dinero que consiguen se lo beben trasegando el güisqui de garrafón hijo de padre desconocido que Hope sirve en sucias botellas: todos se conocen de años, salvo un joven recién llegado, Don Parritt, llegado de la Costa Oeste para hablar con uno de los huéspedes, Larry Slade, antiguo activista, a quien presume pueda ser su padre.
Todos ellos, huéspedes, camareros, dueño e incluso el negro encargado de la limpieza, Joe Mott, que se comporta como si fuese blanco, están a la espera de un tal Theodore Hickman, apodado Hickey, porque al día siguiente es el cumpleaños de Harry Hope y cada año aparece Hickey con su dinero para pagar el güisqui necesario a fin que todos agarren una descomunal curda.
Y Hickey llegará y nada será igual. El viajante, el vendedor de lavadoras, de lo que sea, llegará y les hará una propuesta que pondrá patas arriba su sistema de vida, atado a una claustrofobia enfermiza, malsana, con la muerte rondando en algunas mentes, expectantes de una solución que no aparece.
O'Neill desnuda el artificio de la sociedad rebatiendo con la presentación de estos individuos la idea del triunfo al alcance de la mano; la colección de dipsómanos que llena la escena no tiene otro futuro que llevarse al gaznate el amargo licor para permitirse entre sueños llenos de efluvios espirituosos jurarse a sí mismos que mañana tomarán una decisión y saldrán adelante. Todos menos Larry, que se auto-compadece a sí mismo mientras muestra compasión y cierta comprensión para sus vecinos de mesa, deseando en el fondo que le llegue el último suspiro y le otorgue el descanso final. No hay atisbo de esperanza para ninguno de ellos en el inicio y tan sólo la intervención de Hickey modificará su forma de afrontar la vida, ya en el tercer acto.
De cómo transcurre todo y de cómo acaba, dejaremos que cada quien lo descubra por sí mismo: baste para animar la lectura saber que O'Neill toca todos los palos: desde la problemática social a los desengaños sentimentales, desde los derechos raciales al maltrato y desprecio injustificado a las mujeres, destilando el conjunto una notabilísima crítica a la sociedad estadounidense de mediados el siglo pasado, perfectamente extrapolable al momento actual.
La obra es densa y compleja, fuerte como un tornillo que va aplastando, giro a giro, el ánimo del lector, insistiendo, machacando, exprimiendo, el mismo giro, una vuelta más y otra, ofreciendo unos monólogos intensos, fulgurantes, puntuados por frases, casi alaridos alocados no desprovistos de razón, en un conjunto que para cualquier intérprete representa un verdadero bombón, una oportunidad de lucimiento ante un público que será exigente porque de otro modo no se sentará en una platea para paladear semejante drama por casi cuatro horas: del mismo modo que se advierte ser una pieza suculenta para cualquier profesional del teatro, se advierte que precisa de un público preparado para semejante festín.
Desde su estreno en octubre de 1946, la obra se ha representado cuatro veces en Broadway; baste decir que en 1973 la repuso James Earl Jones, que en 1985 la representó Jason Robards, que en 1999 fue Kevin Spacey quien interpretó a Hickey y que el papel lo debe estar ya ensayando Denzel Washington, pues la va a reponer en Abril de 2018, empezando los pre estrenos el 22 de Marzo, así que si algún afortunado piensa ir en primavera a New York, ya puede ir pidiendo entradas, suponiendo que sea muy, pero que muy, capaz de entender el inglés americano.
La obra, como clásico del teatro estadounidense, ha aparecido en alguna ocasión en la televisión: en 1960 Sidney Lumet dirigió una versión encabezada por Jason Robards como Hickey contando con Robert Redford como Don Parritt: para quien no precise subtítulos, es fácil adquirir el dvd de la edición británica de la ocasión, por demás memorable, según he podido leer.

La versión, titulada como el original The Iceman Cometh la podemos ver traducida como El repartidor de hielo y está encabezada por Lee Marvin como Hyckey, pero cuenta con dos notables actores, Fredric March y Robert Ryan, precisamente erigiéndose en la última película rodada por ambos, trágica coincidencia que la empareja con otra pieza escrita por un dramaturgo, que ya vimos hace un tiempo aquí.
Ciertamente, ver la versión de Frankenheimer después de leer el texto original causa dos sensaciones: una de extrañeza porque los tipos no coinciden ni físicamente ni por edad con los que O'Neill se ha esforzado en describirnos en sus célebres prolegómenos y otra de admiración porque en lo fundamental el texto está salvado sin miedo ni pánico escénico cinematográfico, sin rehuir los densos y extensos parlamentos que requerirán dos conceptos a cumplimentar:
De una parte Frankenheimer demuestra haber estudiado muy bien la descripción minuciosa de O'Neill pues recrea el ambiente como se parió consiguiendo una atmósfera cerrada en la que únicamente faltaría el humo de unos cigarros que O'Neill tampoco sitúa, extrañamente, mientras la cámara se mueve con soltura usando los cambios de eje muy fluídos para alimentar el ritmo pausado, firme y agobiante de la acción que no rechaza en absoluto su origen teatral, pero aprovechando todos los recursos cinematográficos para puntuar y enaltecer los sentimientos soterrados en unas frases que reciben todo el espacio requerido para llegar al espectador con fuerza, manteniendo, llegado el cuarto acto, un monólogo en una sola secuencia gracias a un estudiado guión técnico en el que el travelling entre las mesas (en 1973 la steady cam era una utopía, un sueño de camarógrafo) acompaña a Hickey mientras cuenta a sus queridos amigos toda su historia.
De otra parte, la presencia de un elenco de intérpretes que quita el hipo: Lee Marvin se aprende de memoria un parlamento cercano al cuarto de hora y lo declama con naturalidad magnífica un pelín lastrada por su habitual hieratismo pero atrapa la cámara y la domina mientras ella le persigue por doquier captando todos los matices en una actuación sobresaliente sin corte alguno, un verdadero tour de force al alcance de pocos privilegiados y tiene que poner el amigo Marvin toda la carne en el asador porque ahí están, frente a él y dispuestos a todo dos verdaderos monstruos, en su último trabajo, Fredrich March y Robert Ryan, magistrales ambos, de quitarse el sombrero y rebobinar porque ya nadie sabe escuchar como lo hace Ryan frente a un joven Jeff Bridges que como Don Parritt cerca una y otra vez al viejo anarquista Larry Slade hasta conseguir de él lo que no le quiere dar.
Esta versión de Frankenheimer para la televisión, de tener algún defecto, sería más de carácter técnico que cualquier otro, porque la filmación de la época en televisión no disponía de los medios que ahora conocemos y la imagen se resiente un poco, con un color desvaído en el conjunto que se nota impuesto, no deseado, a pesar que no le va nada mal al ambiente creado por O'Neill. Frankenheimer no busca aparentar que no se trata de una obra teatral pues incluso se permiten unos letreros señalando los cuatro actos, lo que lleva a imaginar inmediatamente que son momentos idóneos para insertar pausas publicitarias, pero la extensión de los parlamentos y su densidad, que revelan automáticamente el origen escénico, en buena parte ceden y son compensados por la técnica del director que además de dirigir de forma sobresaliente a un elenco en estado de gracia (no puedo dejar de citar a Bradford Dillman como Willie Oban) sabe mover la cámara huyendo del estatismo teatral pero sin usar ángulos extravagantes ni ópticas inadecuadas, como en la época algunos ponían en práctica con claro abuso del zoom, más propio de la tele que del cine, consiguiendo Frankenheimer que la cámara se convierta en el ojo ávido del propio espectador que pudiera entrometerse con todos esos personajes que toman vida gracias a una revisión magnífica, imperdible para el cinéfilo y absolutamente imprescindible su visión en v.o.s.e. para el amante de las grandes actuaciones, aquellas que consiguen sobrecoger el alma.
De verdad de la buena. ¡Y Feliz Año Nuevo!