Por estos días la avenida que bordea el río de mi ciudad, trueca sus largas visuales de verde fisonomía por la apretujada y serpenteante hilera de tablones con roja piel de nylon, en donde anualmente nos acodamos, locro mediante, a renovar el compromiso colectivo de las peñas. En improvisados escenarios, ignotos cantores ofrecen su arte, amplificados por desleales parlantes que se baten en estériles batallas por imponer sus decibeles. La justa se renueva noche a noche precedida por un estruendo de bombas, que intima a perros y huraños a la desesperada pesquiza de algún hueso de silencio. Similar búsqueda es la que emprende, con obstinada perturbación, el protagonista de El silenciero, cuando vecino a la casa que comparte con su madre, instalan un taller de reparaciones. El ruido de allí derivado comienza a torturarlo, resultando en vano las denuncias y sabotajes que lleva adelante en pos de aplacarlo. Ni la amistad de un alucinado personaje, ni la concresión de su casamiento, logran pacificar su atormentada existencia, siempre acechada, a pesar de las continuas mudanzas, por algún ruido que le impide concentrarse en su anhelado y siempre postergado, proyecto de escritura.
"Lo sabés ? La noche fue silencio. Precedió el silencio a la creación. Silencio era lo increado y nosotros los creados venimos del silencio. De silencio fuimos y al polvo del silencio volveremos. Alguien pide: que pueda yo recuperar la paz de las antiguas noches y se le concede un silencio vasto, serenísimo, sin bordes. El precio es su vida."
La prosa lacónica y depurada del gran maestro mendocino (que como señala JJ Saer en el prólogo, no reconoce antecedentes ni continuadores) encarna brillantemente no solo la personalidad del protagonista, sino también el postulado que lo lleva adelante: sofocar el ruido, que no nos deja escuchar al cantor.
Cualquier similitud con la realidad del país, es mera coincidencia.