Suelo elegir pasar las vacaciones en lugares no demasiado congestionados, preferiblemente del Valle de Calamuchita, en donde la conjunción de sierras y pinos sosiegue el espíritu desbocado y estrepitoso de mis niños. Este año cambie de lugar aunque no de paisaje, lo que me valió la reprimenda de la más pequeña de mis hijas, quién visiblemente molesta me recrimino la inutilidad del regalo que invariablemente le traen los Reyes Magos (palita, balde y rastrillo) en aquellos lugares llenos de "pierdototas". Cuando se entere que ambas decisiones pertenecen al mismo ser, ruego logre reprimir el deseo de convertirse, ipso facto, en huérfana.
Uno de los lugares que se ajusta perfectamente a las premisas descriptas es La Cumbrecita, hermosa y enigmática villa alpina enclavada en nuestras serranías cordobesas, a la que en plan de vacaciones acude el narrador de esta novela: un maduro y conflictuado profesor de historia quien descubre que allí se esconde el paranoico arquéologo Estanislao Van Hutten, que en 1947 descubriera los rollos del mar muerto. En misteriosos encuentros, el arquéologo le ira revelando su interpretación de aquellos milenarios escritos que ocultan una verdad tan influyente como el poder que la silencia, ficción que le sirve al autor (un apasionado del tema, Abelardo Castillo fue educado en un colegio Salesiano, lo que le despertó una gran vocación sacerdotal, que según sus palabras fue desviada por la temprana lectura de Descartes, la que le mostró el camino que terminaría por ubicarlo en las antípodas de aquella inspiración adolescente) para darnos su versión de Jesús:
"En suma que Jesús era hijo de Dios pero no era en absoluto, el Jesús de la
tradición. Era un esenio, una especie de anarquista que habia venido a poner al
hijo contra el padre y al hermano contra el hermano, un judío de carne y
hueso que decia: si lo das todo menos la vida, has de saber que no diste nada, y
que, por si esto fuera poco, habia establecido el mandamiento imposible de amar
al prójimo como a uno mismo".
Escrita con un lenguaje sencillo y efectivo, la sensación colectiva de que los habitantes de La Cumbrecita, alemanes en su gran mayoría, ocultan algo, es explotada brillantemente por la novela, que imagino no hubiese sido la misma en otro contexto. La aparición de otros personajes secundarios aunque igualmente misteriosos, como el taxista húngaro y la joven Christianne, oficia de contrapunto a la idea central de la novela, aquella que proclama que en el rastreo de la verdad, solo se encuentra lo que se estaba buscando.